PRÓLOGO

123 8 3
                                    


Cuando tenía seis años escuché a un anciano decir que todo lo que perdemos vuelve a nosotros alguna vez. Y pensé que el anciano era muy sabio, y que si lo decía el, que había vivido tanto, entonces era cierto.

Fue entonces cuando dos años después, mi padre nos dejó, en una de esas frías noches de diciembre después de Navidad. Recuerdo haber despertado a la mitad de la noche, al escuchar los ruidos y los gritos de unas habitaciones más allá. El llanto de Lana despertándose al instante aún hace eco en mis oídos. Entonces me levanté corriendo a su habitación, la estreché contra mi, la acuné y le tarareé canciones de cuna, haciendo un esfuerzo por apocar el ruido proveniente de la habitación de mis padres.

Nunca había oído a mis padres gritarse de la manera como lo hicieron esa noche. Así que estaba aterrada, al igual que Lana, quién temblaba con su cabecita apoyada en mi hombro. Mis padres se habían demostrado siempre del prototipo perfecto: mi padre; un esposo trabajador, cariñoso, detallista, encantador y fiel devoto a su esposa. Y ella, una mujer hermosa, dedicada a su familia, dulce y fiel a sus hijas de dos y ocho años. Pero esta era la realidad.

Y por un segundo, todo se calmó. Y la noche volvió a parecer noche y no una guerra apunto de explotar. Aunque solo fuese por un instante. Pero el sonido de los fuertes pasos de mi padre retumbaron por el pasillo. Dejé a Lana en su cama cuna cuando se volvió a dormir y caminé hasta las escaleras, por donde mis padres se habían ido.

Asomé mi cabeza por una pared sin ser vista, observando a papá abriendo la puerta con fuerza mientras mi madre yacía inmóvil a un lado mirando hacia otro lugar, esperando. Yo no sabía que era lo que estaba pasando, pensamientos infantiles rodearon mi cabeza, preguntándome si papá ya no nos quería, o si seguía molesto conmigo por haberme comido su pedazo de pastel que había quedado de las fiestas, o si había encontrado a una niña mas bonita a la cual querer. Pero cuando papá puso un pie afuera ya no lo puede soportar.

--¿Papá?-- mi voz había sonado como un susurro mientras me acercaba, sin embargo fue lo bastante audible para que él se detuviese en seco y mamá se voltease a verme de golpe. El se dió la vuelta, me miró, y algo en sus ojos verdes y vidriosos se ablandó.

<<El no se irá>> Pensé <<Ya no>>

Entonces extendí mis brazos hacia él, dándole una sonrisa ladeada y dejando que las lagrimas mojaran mis mejillas, mi madre escapó un sollozo ahogado por mi gesto.--Regresa-- le pedí, esperando que me tomara en sus brazos y me levantara por los aires como solía hacerlo siempre. Pero contrario a mis ilusiones, el se dió la vuelta y cerró la puerta tras él. Mi madre solo cubrió su rostro con sus manos y subió las escaleras dejándome sola.

Fue entonces cuando empecé a pensar en la frase del anciano, con la esperanza de que regresase alguna vez. Nunca lo hizo. Ni siquiera para mi cumpleaños o de Lana o el de mamá. O su aniversario de bodas. O las navidades siguientes.

Mamá no era demasiado inteligente. Ella no había terminado la universidad. Pero se destacaba haciendo las labores del hogar. Así que empezó a buscar trabajo como ama de llaves en casas pudientes, mientras la señora Clove, nuestra vecina, cuidaba de nosotras cuando salíamos de la escuela, y regresábamos a casa por las noches cuando mamá pasaba por nosotras al terminar su jornada.

Así cada día, todos los días era lo mismo. Hasta que me hice un poco más mayor y no hubo necesidad de que la Sra. Clove cuidara de Lana y de mi.

Pero sin embargo, el trabajo de mamá no era suficiente para pagar la hipoteca de la casa y todas las cosas que en ella se encontraban. Y nos mudamos a un pequeño departamento por la calle principal de nuestro pueblo en Carolina del Norte, Chapel Hill.

Cuando entré a la secundaria, sabía hacer muchas cosas que la mayoría de las de mi clase no, como cocinar, lavar pilas de ropa sucia o limpiar un departamento entero. Mientras ellas asistían a fiestas los fines de semana, yo me quedaba en casa lidiando con una niña de once años apunto de entrar en la pubertad. Y todo por una razón muy sencilla: yo tenía que arreglármelas.

Pues mi madre, quien permanecía como asistente en un hospital, se había inscrito en una Academia de enfermeras y asistía a clases luego de terminar su jornada, dejándome a cargo a Lana, el departamento.

Pero las cosas tomaron un rumbo diferente al pasar del tiempo. ¿Quién sabe? Después de todo, el anciano tenía razón.

REDEMPTIONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora