Capitulo 4

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La anciana tembló al escuchar todo de principio a fin

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La anciana tembló al escuchar todo de principio a fin. No había dicho ni una sola palabra porque no tenía nada que decir. Había sentido la furia en la voz de la niña que lentamente se había transformado en nada más que decepción y tristeza.

—¿Puede creerlo? Han pasado seis años desde esa semana. 

—¿Seis...?

—¿Me cree? —Amy volteó a ver a la ochentona mujer que se acomodaba de nuevo las gafas y la miraba con ternura.

—Cariño, yo...

—Lo sabía. —La interrumpió con desprecio—. ¡Qué tonta soy! ¿Por qué pensé que hoy sería diferente?

—Amy...

—¡No! —Chilló encrespada por cómo la veía—. Yo no maté a mis padres. Sé que lo está pensando y que lo que digo parece una locura, pero no lo es. ¡Lo sé! Ya he pasado por esto muchas veces. Contárselo nunca funciona. Usted nunca me cree. ¿Qué tengo que hacer o decir para que opine diferente?

—Amy, tranquila.

—¡No! —Se aferró a gritarle—. ¿No lo entiende? ¡Lo he intentado todo y ya estoy cansada! Estoy tan casada...

—Morir no es...

—¡He tratado de todo! —La interrumpió de nuevo—. Han pasado muchas cosas. Al principio dejaba que el funeral llegara, pero cuando me aprendí las palabras del sacerdote, comprendí que tenía que hacer algo. Empecé a tratar de evitarlo, pero nunca funciona. Cuando intento persuadirlos para que se queden en casa, siempre se van; cuando trato de llegar a Jilord, una manada de cerberos come mi carne en Nerost. ¿Ve esta cicatriz? —Señaló su hombro desesperada—. No sé cuantas veces he sentido como se desprende mi piel. ¡Esta otra, por ejemplo! —Tocó ahora su pecho—. Aquí intenté descifrar qué había en el bosque azul. Los elfos no son tan amistosos como dicen ser.

Lynn se quedó observando el lugar que mencionaba Amy con antipatía.

—Esta del brazo me la hizo usted con la daga de su pantalón —balbuceó casi en silencio—. Algunas veces no me mira como lo hace ahora. Siempre que trato de suicidarme entre semana amanezco aquí, pero me he dado cuenta de que cuando lo hago los viernes, usted me mata el sábado. Ese día nunca está de humor porque algo le sale mal. ¿Cómo va su marido? —Preguntó—. ¿Aún no muere?

La mujer se quedó callada sin poder creer lo que escuchaba. No le había contado a nadie que su esposo padecía cáncer.

—Mi niña. —Trató de calmarla con una voz suave—. No sé quién te habrá contado sobre mi familia, pero tú no tienes nada en tu lisa y suave piel.

—¡Es que usted nunca puede verlas! —Azotó sus manos contra la cama—. ¡Son tantas cicatrices que ya ni puedo ver las marcas que yo misma me hice en las muñecas! 

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