Luego de que las gemelas desapareciesen sin dejar índice alguno de su paradero, pocos eran lo bastante valientes para atravesar la calle veintinueve sin compañía, sobre todo una noche como aquella, cuyo silencio era quebrado nada más que por el incesante repiqueteo de la lluvia sobre el asfalto.
Mi aventura por entre los negruzcos edificios que la flanqueaban se debió más a la estupidez que a la valentía, debo confesar. Las clases en el ministerio habían concluido inusitadamente tarde, cuando ya había perdido el último tren. Me vi obligado a alejar las supersticiones de mi mente para cruzar aquella calle; pero ni los más escépticos habrían evitado acelerar el paso al percibir la oscuridad cernirse sobre ellos, como hice yo. Pronto mi serenidad flaqueó y se tornó en un creciente pánico. El camino parecía tan largo como los rascacielos que bloqueaban la luz de las lunas.
«No es nada, tan solo mi imaginación».
Pero cuando mi paranoia amainaba, una sombra dibujada por los potentes fluorescentes urbanos se deslizó a mi lado, y se prolongó como en frenética persecución de mi errática carrera. Me reconocí incapaz de reunir el coraje suficiente para virar y así avistar al dueño de la sombra, mas ello no afectaba la certeza que se había instalado en mí: quienes habían puesto fin a la existencia de las infantes días atrás habían decidido cobrar una nueva víctima.
Opté por voltear en un recodo y gocé de un momentáneo alivio que se evaporó cuando advertí la presencia de una segunda criatura a lo lejos, cuya silueta empapada bajo la lluvia se encontraba inmóvil y tranquila, como esperándome. Frené en seco. El ser levantó una de sus extremidades y la flexionó en un gesto amenazador. Me escabullí entonces por un callejón aledaño y partí con toda la velocidad que mi cuerpo me permitía, hasta que hallé, apostada contra una de las paredes de cristal, una niña de expresión enloquecida. No supe si se dirigía a mí o divagaba para sus adentros, pero de sus labios escapó un susurro:
—Ya vienen.
No me engañé más. Mientras escapaba, comprendí que eran ellos. Esas criaturas que habitan las historias más terroríficas, aquellos cuentos que los más jóvenes tachan de mitos inocuos y los más ancianos juran verídicos al tiempo que se santiguan con ímpetu. Ellos venían. Venían por mí.
Se acercaban. Lo percibí tras agudizar mis sentidos. Ya era tarde. De un momento a otro, caí de bruces, quizá por cuán resbaloso era el suelo mojado, quizá por cuán nublada estaba mi mente por el pánico. Sin siquiera notar los rasguños que me había provocado el asfalto, me incorporé con firme intención de continuar huyendo; mas la figura que se alzaba ante mí me detuvo.
Era uno de ellos.
Mi respiración se cortó. Un grito agudo purgaba por brotar de mi boca.
—No —alcancé a pronunciar con voz débil antes de girar en redondo.
Una segunda criatura aguardaba por mí, bloqueando el callejón por el que había llegado. Con el corazón por estallar, clavé la mirada en uno y en otro. Ambos guardaban claras y grotescas similitudes, excepto que el torso de uno de ellos escondía una menor corpulencia bajo sus harapos, además de contar con filamentos prolongados y delgadísimos que brotaban de su cabeza pequeña y grotesca.
Sisearon una amenaza —o quizá una promesa, nunca lo sabré— en aquel lenguaje ancestral que emplean. Pocos segundos más tarde, de cada rincón lúgubre de la callejuela surgió uno más de ellos. Quise gritar, pero de mi garganta no sonó más que un lastimero quejido. Uno de los seres alargó su extremidad superior hasta que rozó mi piel, y requerí un mayúsculo esfuerzo para contener mis náuseas ante el áspero y repugnante tacto de los diminutos apéndices que nacían del extremo de aquella suerte de tentáculo articulado. Luché por apartarlo, pero eran demasiados para oponer resistencia. Atisbé cómo el más cercano abría la cavidad bucal, dentro de la que se agitaba algo sanguinolento y húmedo.
Avanzaron. Sus ojos redondos y de infinitas tonalidades se clavaron en mí. Me di por vencido y me entregué a mi destino, cualquiera que fuera. Quién habría dicho que, tras tantos sueños, dificultades, esperanzas, recuerdos, añoranzas, amistades, amores, sufrimientos y reflexiones, mi vida terminaría en un abandonado escondrijo de la ciudad de cristal, devorado por monstruos de antaño que habían sido olvidados y etiquetados como leyenda...
Entonces, un intenso haz de luz sorprendió desde el firmamento, disparado por los luminiscentes de una nave de defensa que, al descender, generó un estruendo que desató incertidumbre entre las criaturas. Estas alejaron sus apéndices de mí para cubrirse el rostro en un vano intento de regresar a la oscuridad y al silencio.
De la nave de defensa saltó un pelotón de guardianes, los soldados encargados de mantener la paz en la ciudad. Armados de artefactos de contención de evidente complejidad, se aproximaron sin temor alguno, y acorralaron a cada uno de los seres, reduciéndolos con corrientes eléctricas y tranquilizantes. Ellos chillaban mientras los enjaulaban como lo que eran: animales salvajes.
Cuando la batalla había finalizado, los guardianes me introdujeron en uno de sus vehículos, con dirección a un centro de salud.
—Todo estará bien —me calmó el soldado que iba a mi lado—. Esas cosas ahora serán enviadas muy lejos, a donde pertenecen.
—¿Es decir que hay más? —pregunté—. ¿Los mitos son reales?
—Sí, lo son —contestó tras una pausa, ofreciéndome una sonrisa triste y falsa desde su semblante grisáceo—. Ellos dominaban el planeta hace siglos, sumidos en guerras sin fin y constante destrucción de todo, incluso de ellos mismos. Se hacían llamar humanos, y solo tras una sangrienta rebelión fuimos capaces de derrotarlos y desterrarlos a las profundidades, donde han de habitar hasta su extinción.
Cerré mi caparazón y dormité el resto del viaje.