Me tomé unos segundos para recobrar la compostura y contemplar el paisaje que se abría a mis pies. Me encontraba en la montaña más alta del universo virtual, cuyo acceso había estado plagado de criaturas monstruosas susceptibles tan solo a las avanzadas armas que había recolectado a través de mi aventura de casi una década. Atrás habían quedado los tiempos en los que se empleaba un aparato ocular o un casco para entrar a las realidades virtuales: para formar parte de Eterno se debía consumir una bebida que adormilaba el cuerpo y conectaba la consciencia a la señal.
Había perdido la cuenta de cuántas botellas vacías yacían repartidas por mi habitación, como las jeringas que acusan a un drogadicto, solo que mi adicción consistía en algo completamente distinto: ingresar a Eterno y batallar contra las amenazas que se presentaban frente a mí había moldeado mi vida durante los últimos nueve años. Nueve años plagados de problemas en el mundo real. Responsabilidades familiares, el cruel paso hacia la adultez, el inevitable estallido de la que sería la última guerra.
Y por fin había tocado el cielo con las manos. La cima del Monte Divino. Desde ella, a pesar de la abundante neblina que se arremolinaba entre los riscos más bajos, se podía observar los distintos países que había recorrido durante mi aventura: cada bosque, cada cueva, cada pueblo. Una lágrima resbaló por mi mejilla al recordar cuánto había perdido para convertirme en el mejor jugador en actividad. El único en lograr la hazaña en apariencia imposible de alcanzar la cima del Monte Divino...
A excepción de CarpentemD, por supuesto.
—¿Ahora qué? —pregunté a la nada, solo, en la cima.
El viento helado castigaba mi torso descubierto. No había nadie que me escuchase: había derrotado a cada uno de los guardianes.
—¡Felicidades, Axel! —me saludó una voz alegre, distante, mecánica—. Has obtenido todas las metas del juego, y por tanto, conquistado el lugar donde la realidad se mezcla con la irrealidad.
—¿Cuál será mi recompensa? —pregunté a la voz que sonaba en el firmamento.
—Puedes elegir entre las dos opciones —me dijo—. La primera: regresar al mundo real y olvidar todo respecto al juego.
Me pregunté por qué querría hacer eso. Por un lado, me permitiría volver a experimentar la diversión de jugar como si fuera la primera vez, pero perdería todo mi progreso. No, eso era un disparate.
—No me interesa eso. ¿Cuál es la segunda opción?
—Lo opuesto —anunció con júbilo la vocecilla—. Descargar tu consciencia permanentemente al juego, y olvidar toda tu vida pasada.
—CarpentemD llegó hasta el final también, ¿cierto? —pregunté—. ¿Qué escogió él?
—La primera opción. Por eso nadie volvió a oír de él. Fue su deseo recuperar su vida.
—¿Cuál vida? —reproché, indignado—. Esta es mi única vida.
Mentiría si dijera que demoré mi decisión más de medio minuto. Mentiría también si confesara que me dolió abandonar a mi hermana enferma, mi mísero empleo o mi país quebrantado.
Me encuentro en la puerta de la felicidad, a punto de cruzarla. Ya es hora.