EL VIAJE

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Mis pertenencias eran tan escasas que hasta el sirviente más pobre de Canteras podría haber sentido orgullo de sus posesiones, y de paso haberse burlado de las mías.

Canteras; ahora podía recordar el lugar del que escapé a toda prisa. Su nombre era un vago recuerdo en mi prisión, pero ahora la sola articulación en mi boca provocaba un repudio indescriptible.

Jamás pude vislumbrar la ciudad de día o de noche, y las pocas veces en que estuve consciente, los latigazos y golpes sordos me impedían mirar por el estrecho agujero que componían dos barrotes en vertical. El espacio sólo cumplía una función y era la de permitirle a los guardias seguir respirando un aire más fresco.

Ahora, un poco más tranquilo, recuerdo haber escuchado entre risotadas y algarabía; como era típico en las noches donde los golpes no me dejaban sumido en la inconsciencia, fragmentos de una conversación bastante animada y sin sentido. Lo recuerdo porque a día de hoy me produce una carcajada muda.

—Imagino que tendrás que aplicar más fuerza la próxima vez que quieras una siesta más larga Brandon —las risas saltaban de la boca de sus dos compañeros como suicidas al vacío.

—Pues más te vale no estar aquí cuando eso pase, o tu mujer me lo agradecerá nuevamente Rony —Tanner rió con tanto estrépito que el sonido inundó la estancia, oyéndose aún en mi pequeña celda. La comisura de mis labios subió de su lado derecho, pero sólo un poco.

Cuando pude abrir mis pegajosos ojos, el sol se encontraba en su cenit, obligándome a cubrir mi legañosa cara. Luché con mis músculos contraídos al instante en que mi espalda emitió un sonoro crujir, logrando sentarme sobre mis doloridas piernas. Puse sobre un montón de tierra lo que tenía en mi poder: una daga de acero templado, típico de las fuerzas armadas de la ciudad y un trozo de cincuenta centímetros de cordel de pelo de caballo. Si lo destrenzaba podría prolongar su largo al doble, aunque con menos resistencia. Fuese como fuese, con eso tendría que sobrevivir a lo que fuera un viaje a fuerza.

Mis recuerdos eran difusos y lejanos muchas veces, pero a pesar de todo, los sentía míos y aunque ahora lograba emocionarme con ellos, no siempre lo recordaba de esa manera.

Quizás la caza se me diera bien, considerando que mi padre acostumbraba a desollar a sus presas cuando estas aún respiraban, argumentando que de esta manera ganábamos tiempo precioso que el sol y las moscas nos podrían arrebatar. Yo por supuesto con seis años presenciaba ese espectáculo con el horror de un infante que se le ha arrebatado la inocencia.

—Chico —Decía mi padre mientras no alejaba la vista del animal muerto —no pienses que el animal sufre, su estancia en estas tierras es tan efímera como la nuestra y debemos aprovechar cada momento. Debemos alimentarnos o ser alimento, y créeme, si tu madre viviera aún, yo estaría mirándola como tú me miras ahora.

Mis vagos recuerdos son constantes y vienen a mi como cuchillas cuando logro un segundo de tranquilidad. Recuerdo que durante mi juventud mi vida se basaba en olfatear la presa, seguir su rastro y darle muerte para desollar y vender las pieles, curtidas o sin trabajar. Jamás sopesé la posibilidad de tener que asumir el papel de aventurero ni mucho menos de delincuente; porque a ojos de la ley, eso era ahora, y tendría que soportar mi nueva vida si quería sobrevivir.

Por fin levanté la vista para tener una imagen general del lugar y me sorprendió ver que por la forma en que los arboles se agrupaban, estaba cerca de un arroyo, o un claro. La presencia de deposiciones frescas a mi alrededor me indicaba que los animales habían pastado a tempranas horas de la mañana y que mi alimento podría estar cerca.

Mi primera tarea sería limpiar mi harapienta ropa y sacar la mugre que tenía encima, de lo contrario conseguir alimento se tornaría dificultoso con la brisa que corría.

Kaled Donde viven las historias. Descúbrelo ahora