El Viejo Del Machete

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Después de cumplir su turno en el hospital, Lucía volvió a casa para disfrutar uno de sus pocos placeres: quitarse los zapatos y el sostén, tumbarse frente al televisor, subir los pies en un banquito y mirar la emisión nocturna de Crónica TN8. Esa noche, los titulares los acaparaba la noticia del descubrimiento del cuerpo de una mujer. La mujer, que vivía sola, como Lucía, fue asesinada frente a su casa. Su cuerpo fue descuartizado y algunos vecinos, que oyeron gritos y se asomaron por unas rendijas por miedo a ser descubiertos, reportaron que vieron a un hombre viejo salir rápidamente del lugar con lo que parecía un gran machete en su mano. El noticiero, amarillista e irrespetuoso como siempre, titulaba la noticia de manera espeluznante: «Asesino descuartiza a chavala que vivía sola». Lucía no lo sabía, pero esa mujer era la octava víctima del Viejo del Machete, como se había empezado a conocer al asesino en los medios locales.

Siguió viendo la televisión y, después del noticiero, miró un capítulo de Rastros de Mentiras, la novela brasileña que le fascinaba, especialmente porque en ella figuraba un hospital privado, como en el que ella trabajaba. Lucía llevaba ocho años viviendo sola desde que había completado la carrera de medicina en la UNAN. No tenía novio ni hijos y disfrutaba su soltería dedicando sus energías a su profesión. Le gustaba vivir sola, por la independencia que esto implicaba y por la libertad para hacer lo que quisiera sin dar explicaciones a nadie. Su mamá vivía con su segundo marido, pues el primero la abandonó después de que Lucía se bachilleró. A Lucía eso le cayó como un chorro de lava en su corazón, una herida que nunca terminó de cerrarse.

Al día siguiente, cuando volvió del trabajo y completó su ritual, se sorprendió al ver que otra mujer había sido descuartizada frente a su casa en el Residencial Millenium. Las muertes no eran coincidencias, sino el trabajo de un psicópata.

Los meses transcurrieron con normalidad hasta un negro jueves de octubre, cuando Lucía volvía a su casa en el Residencial Campo Bello, después de pasar dos días de turno en el Hospital D'Avellino. Eran las 5:40 de la tarde. Parqueó su carro en el lugar acostumbrado —bajo el árbol del almendro—, se bajó con el celular, puso las llaves en la bolsa trasera del pantalón, sacó su bolso del maletero y se dirigió a su casa, la E12, el sitio que ella llamaba «hogar».

Caminó despacio, su cuerpo azotado por la falta de descanso y el estrés de la guardia. Solo recibió el saludo de Bobby, un barbudo gnomo de jardín con sombrero rojo y cachetes rosados que sostenía un letrero de bienvenida entre sus manos. Una de sus compañeras de trabajo se lo había regalado en su cumpleaños. Hasta entonces, Bobby parecía ser el único hombre en su vida. Llegó hasta la puerta y sus dedos buscaron sin éxito las llaves, escudriñando el contenido del gigantesco bolso GD —vanidades, tampones, una billetera, pintura de labios y un cepillo—, pero estas parecían haberse esfumado. Fue entonces que sintió cómo los pelos de la nuca se erizaban mientras toda la piel de su cuerpo se ponía como de gallina. Lucía se sintió observada. Miró hacia los lados y contempló las calles desiertas del residencial. Las hojas secas de los almendros circundantes cubrían buena parte de la calle y se dejaban llevar, alegres, por el viento vespertino. Era bastante raro, pues a esa hora volvían de sus trabajos la mayoría de los vecinos. Miró hacia el cerco hecho con limonarias que estaba frente a su casa y tampoco notó a nadie, pero sí sintió un aroma putrefacto en el aire, como si el ambiente del residencial se hubiera infectado repentinamente.

El viento empezó a soplar con un silbido poco usual y Lucía empezó a sentir miedo y desesperación. Presurosa, se puso el celular en la boca, subió su rodilla derecha y se colocó el bolso en el regazo para buscar mejor. Buscó desesperadamente mientras su frente y las palmas de sus manos empezaban a sudar. Las llaves no estaban por ningún lado. Algo captó la atención de la esquina de su ojo. Con movimientos lentos, miró hacia la derecha y vio a un hombre que empujaba con dificultad un carretón. Lucía se desesperó aún más y, mientras buscaba con locura las llaves en su bolso, notó que el hombre ya estaba muy cerca de su casa. Sin decir nada, el hombre, que era claramente un viejo, dejó el carretón parado cerca de la acera, caminó alrededor de él y se dirigió al senderito de piedras zopilotas que llevaba hasta la puerta. Lucía buscó y buscó y no encontró las llaves, mientras que el hombre pasaba al lado de Bobby. En su desesperación, apretó su bolso contra su pecho, como poniéndolo de escudo, se dio vuelta, apoyó su espalda en la puerta y gritó: «¡Nooooo!». El hombre, al que Lucía no pudo verle el rostro, se detuvo y no avanzó más; su cabello cano brillando con la luz de las luminarias que acababan de encenderse en el residencial. «Ay, ¡no me mate, por favor!», dijo Lucía con la voz quebrada por el miedo, su alma saliéndose del cuerpo con cada palabra. En ese momento, un Hyundai Excel dobló en las esquina y se aproximó despacio por la calle. El hombre se dio vuelta vertiginosamente, volvió a su carretón y se alejó por donde había venido.

Leyendas De Terror Y Origenes De Los CreepypastasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora