Aquella persona

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Aquella fue una persona como las que ya no hay. Me conoció cuando era inocente, cuando aún la vida no había manchado mis emociones. Cuando era feliz.
Me prendí en sus aventuras, en sus juegos y sus bromas. La vida le jugó una mala pasada, poniendo un espejo roto en su camino. Aquella persona, alegre, con ganas de una vida perfecta, quiso recoger los pedazos del espejo. Deseó ponerlos juntos de nuevo sin embargo, no le dijeron que ellos espejos rotos cortan. Y cayó por primera vez.
Mas se levantó, y con las piernas flanqueando, volvió a caminar. Observé cómo se enamoró... y cómo se rompió en mil pedazos. Estuve allí cuando cayó, tan duro y tan fuerte que me fue imposible ayudar. No se pudo levantar.
Pasaba el tiempo. Yo me sentaba a mirar cómo se recuperaba, o al menos eso creía. Porque, mientras yo veía una sonrisa contagiosa, sus ojos clamaban por ayuda. No lo descubrí a tiempo, y volvió a caer. Los pétalos rojos mancharon su vida. Escuché cómo decía que aquellos pétalos aromatizaban su vida, más yo veía otra cosa. Se estaba destruyendo.
Luego de las heridas reales, vinieron las invisibles. Comenzó enamorando a muchas personas; una, dos, tres... pero nunca llegó a sentir nada, pues tan rápido como aparecieron, se fueron. Tanto entonces como ahora, un ínfimo presentimiento de que en algo afectaron su vida se encuentra refugiado dentro de mi jaula.
Jamás conocí en mi vida a una persona cuyo espejo estuviera tan astillado. Creí que sería incapaz de volver a amar.
Hasta que llegó una "braza" pequeña. Así le decía yo, pues encendió el fuego de mi esperanza, volviendo a creer en aquella persona. Mi esperanza rogaba que esta vez fuera diferente.
Al principio, mis ojos eran ciegos. Imaginé que la braza sólo causaría un incendió. Le recomendé a aquella persona que se alejara de la braza. Contra todo pronóstico, me escuchó, por primera y única vez. Se alejó de la braza, y en el camino, recogió otra alma. Esperé que no fuera otra de la colección. Me convencí de ello...
Mi ingenuidad ganó esa partida. Pues aquella rota persona tenía dagas en la boca. Tuve que sentarme cuando oí que la nueva alma se las había incrustado en su costado izquierdo. La casa de naipes se caía.
Las dagas de su boca se mancharon de la sangre del alma, siendo empuñadas por la pequeña braza. Allí fue cuando descubrí que el fuego es posesivo, lo desea todo para él y, cuando se vaya, no le permite a nadie más tener lo que una vez fue suyo.
Así y todo, el incendio se controló, y la braza ahora era una llama. Ya no era la braza de la esperanza, ahora era la llama de un futuro sano.
Yo me senté a mirar. Comprobaba que ya no hubiera pétalos de rosas rojas en la vida de aquella persona. Le sonreí, y su mirada me sonrió de vuelta. Le tomé la mano.
Debí haber agarrado la mano con más fuerza, porque, no mucho después, un viento rugiente llegó. Apagó la llama, dejando sólo carbón, y la luz que iluminaba a aquella persona, desapareció. Todo se quedó a oscuras. Incluso yo.
En las sombras, me sentaba a pensar cómo hacer para volver a encontrar la luz. Pregunté al cielo, a la tierra y a las estrellas, pero nadie podía ayudar. Muchas cosas se comprenden por las malas, y esta fue una de ellas. Si aquella persona mejoraba, sería sólo por voluntad propia.
"Estoy enferma" recuerdo que decía. "De una incontrolable enfermedad". Repetía. Yo me hacía hacia atrás, con la boca cosida, sin poder responder.
Último, llegó un globo. Fue traído por el viento, sin querer. Se acercó a aquella persona, la rozó, y con su color rojo prometió alegrarla como a tantas otras personas, porque un globo sabe cómo alegrar.
Esa fue la última de todas las charlas. El globo volaba alto, entreteniendo a aquella persona. Al ver que la sonrisa se esfumaba, se elevaba más y más. Su castigo, por intentar llegar al sol, fue caer. El globo reventó, precipitándose hacia el suelo a toda velocidad. Cuando yo era un infante, me divertía viendo caer los globos reventados. Creí que siempre sería así. Sin embargo, este globo acabó con la poca alegría que quedaba. Ni siquiera habiéndolo predicho, pude amortiguar el dolor de la caída.
Allí fue cuando aquella persona se mezcló. Sus argumentos eran enemigos, cada uno del anterior. Los hilos se mezclaron, tornándose de rojo. Ya no había amor, la luz se había apagado y la felicidad reventó. Me quedé lejos de aquella personas, pero en la misma oscuridad, soledad y tristeza.
Escapé de la cueva y me senté a esperar a que aquella persona saliera. Me senté demasiado tiempo. Me arrepiento, debí haber actuado. Ahora me toca sentarme aquí, con un cuervo en mi hombro, y pétalos rojos sobre un cajón negro, oculto bajo tierra.

Confesiones a una EstrellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora