Capítulo IV

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Las consecuencias eran catastróficas, incluso si resultaba lo que ella pensaba, porque hasta cuando nos sentimos atraídos y correspondidos el mundo explota en nuestro cerebro.

Había empezado a llover, el cielo parecía derretirse y sin embargo, los invitados no le prestaron mucha atención.

– Es que te quiere comer – le decía Irene a Eva con una botella en las manos.

Eva la miró con escepticismo y la vio alejarse dando tumbos y tropezándose de lo ebria que ya estaba. Se cruzó de brazos mientras miraba por la ventana la lluvia caer, preguntándose si iba a parar en algún momento, porque muchos de los invitados debían irse. Sin embargo, era algo que no estaba destinado a suceder, porque a los pocos minutos el cielo oscuro, de apenas ocho de la noche, empezó a iluminarse y los truenos empezaron a callar la música de la casa.

– ¿Sabes dónde está Camille? – le preguntó Eva a su amiga, que estaba sentada en un sillón con varios de sus amigos hablando de temas existenciales, efectos del alcohol.

– La vi caminar hacia el pasillo, tal vez en el baño – le respondió – y como te decía, el pensamiento es energía... – le dijo a uno de sus amigos tomándolo de la barbilla como si le estuviese dando una lección de vida muy importante.

Eva caminó a través del pasillo, hacia la puerta del baño, que estaba cerrada pero se veía la luz encendido adentro. Se acercó y tocó.

– ¿Camille? – llamó. Su voz fue silenciada por un trueno que le erizó la piel.

La puerta se abrió pero nadie salió, por lo que Eva entró despacio y volvió a llamar a Camille.

– ¿Qué estás haciendo ahí? – le preguntó al cuerpo que estaba sentado en una esquina, abrazándose a sí misma.

Camille levantó la mirada y volvió a tensar el cuerpo y a esconder la cara cuando otro trueno inundó la casa. Eva se puso de rodillas frente a ella y acarició sus brazos.

– ¿Les tienes miedo? – preguntó, pero Camille no levantó el rostro para darle una respuesta, solo asintió con su cara entre sus rodillas.

– Oye – le volvió a decir Eva sin dejar de tocar sus brazos – como no se ven intenciones de que deje de llover – dijo nerviosa – ¿quieres quedarte a dormir? – preguntó.

Camille levantó el rostro lleno de terror, de verdad que le asustaba.

– ¿Irene no se molestará? – preguntó con la voz ronca.

– Para nada – dijo Eva con una sonrisa – ahora ven levántate – le pidió, mientras la tomaba suave del brazo para ayudarla a ponerla de pie – ¿Cuánto has bebido? – dijo alarmada al notar que la rubia se tambaleaba.

– Creo que me he pasado un poco, perdón – se disculpó Camille.

La sonrisa de Camille en ese momento valía por mil para Eva, con los ojos entrecerrados y los pequeños brincos que daba cuando algún trueno invadía sus oídos. La miraba sin notar lo que pasaba a su alrededor. Le miraba el cabello, como las ondas caían en sus hombros y, al mismo tiempo, miraba sus hombros con detenimiento, como subían y bajaban con la respiración, al igual que el camino de su clavícula, llegó a su cuello, adornado por una cadena delgada sin ningún dije. Subió con los ojos a su barbilla, pequeña y que daba la bienvenida a los labios de la rubia por la que estaba empezando a volverse loca. Tenía los labios enrojecidos, igual que las mejillas y sus ojos la miraban directamente.

– ¿Eva? – Escuchó como un susurro – Eva ¿estás bien? – escuchó esta vez más alto.

Pestañeó varias veces confundida y notó que Camille llevaba rato hablándole y ella no le prestaba atención, no a lo que decía.

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