There's a night and a fading hope

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Eran las diez de la noche cuando la campanada de la torre de cristal despertó a todo el reino. Solo se podía escuchar el sonido del imponente badajo de bronce que se mecía de un lado a otro con la autoridad de un auténtico emisario real. Su grito metálico calló todas las dudas y murmuraciones que desde hacía días corrían de boca en boca. La Reina había fallecido en su desesperado intento de dar a luz a un heredero. El último de muchos que nunca llegaron a concretarse.

Mi hermana pequeña me miró con angustia. ¡Cómo no comprenderla! Se suponía que una de nosotras suplantaría a la difunta. Ella lo temía más, tal vez por su corta edad. Traté de reconfortarla con una sonrisa, pero una lágrima me delató. En nuestros ojos se reflejaba el miedo. Y allí, sentadas en nuestras respectivas camas, nos quedamos inmóviles durante un largo rato. Nosotras, como el resto de los habitantes, guardábamos silencio desde nuestra ubicación. Nadie se atrevía a gesticular palabra alguna. Una larga etapa se cerraba ante nuestras almas subyugadas al poderío de la monarquía oscura.

Había leído muchas historias, por lo que sabía de las luchas por el trono que se daban en otras latitudes. Sin embargo aquí todo era tan distinto. ¿De qué valía ser Reina si su único labor era parir hijos? Instintivamente me acaricié el abdomen delgado. Mis dedos podían palpar algunas de las costillas. Si era la elegida, viviría hinchada, con criaturas oscuras creciendo en mi interior y drenando mi vida. No teníamos derechos, tampoco privilegios. Éramos esclavas. Matrices para la oscuridad. Envases desechables.

Miré la luna que se escondía detrás de unas nubes negras. Era la misma que alumbraba otros lugares más cálidos, más amables a la existencia. Aquí todo era frío y tiranía. El Rey Khaljabür pronto nos demandaría en su lecho. Él había saqueado nuestro campamento base, matado a todos los nuestros y congelado todo en un punto sin retorno. Fuimos las únicas sobrevivientes, los últimos espíritus nómades, las últimas Varekai.

Lo único que teníamos permitido eran danzar. Con la esperanza de que eso divirtiera al Rey y nos hiciera más agraciadas a sus ojos, todos los días bailábamos sin música dentro de nuestra pequeña habitación. Era la única forma que teníamos de no olvidar nuestras raíces, nuestra identidad. También era una forma de reclamo. A través de nuestros cuerpos podíamos expresar el dolor, la furia, la incomprensión... y todas las emociones que nos surgían desde aquel confinado recinto.

El murmuro siguió al silencio sepulcral. Me acerqué a la puerta de puntitas de pie, para no hacer ruido, y pegué la oreja a la fría madera. A lo lejos se escuchaban unos pasos que se acercaban con prisa.

Salté hacia la cama y me tapé hasta el cuello. Mi hermana me imitó. En un par de segundos, la llave se introdujo con firmeza y tras unas vueltas, dejó pasar a cuatro mujeres de la casa real.

Nos miraron con un brillo de maldad y, sin pronunciar palabra alguna, dejaron nuestras ropas sobre la mesa y prendieron las velas que se encontraban apagadas. Luego voltearon y se dirigieron hacia la salida. Antes de cerrar la puerta, la más anciana de todas habló:

—En unas horas las buscamos para su audiencia. Estén listas.

Cuando se fueron, me levanté como si hubiera tenido un choque eléctrico. El cuerpo me temblaba de ansiedad, así que comencé a dar vueltas. Evité quedarme quieta para no demostrar mi debilidad. Kaya seguía mis pisadas, después de todo yo era la mayor y siempre me encargué de marcarle el camino. Allí, en medio de la noche más helada y desconcertante de nuestras vidas, las dos giramos en círculo trazando con nuestros pies una plegaria a nuestros antepasados.

Ninguna de las dos sabía que esos serían los últimos pasos que daríamos juntas.

VarekaiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora