There's a hope, now long since dead

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Volvieron poco antes del amanecer. En compañía de las mujeres y cuatro soldados, nos dirigimos hacia el palacio. Solo llevábamos puesto lo que nos habían dejado en la habitación: una delgada túnica blanca que llegaba hasta nuestros pies y cubría nuestros brazos. No nos permitieron usar un abrigo.

Afuera, el sol comenzaba a reptar por las montañas en su intento de cubrir todo el reino. Apenas cerraron la puerta, a sus espaldas, un viento helado nos atravesó con prisa como si fuera un augurio de lo que nos esperaba. Recuerdo haberme dado vuelta para ver cómo nos alejábamos de lo que hasta ahora había sido nuestra prisión, solo para ir a otra de mayor envergadura, en donde cumpliríamos una condena perpetua.

El camino empedrado se encontraba lleno de escarcha. Íbamos a paso lento pero constante. Un par de veces tropecé o me resbalé, aunque me puse de pie con la misma velocidad con la que caía.

Antes de que pudiera sentirme preparada, la gran puerta de plata brilló ante mis ojos. Era la primera vez que iba a cruzarla. Mi corazón palpitaba de miedo.

Adentro parecía un laberinto. Nos llevaron por largos corredores iluminados de manera tenue por algunas antorchas. El rojo del fuego atraía toda mi atención. De niña sabía rendirle culto, junto a los míos. Solíamos encender grandes fogatas y danzar a su alrededor. Aquí había tanto vacío.

Si me hubieran dejado sola no sería capaz de encontrar el camino de vuelta. Estaba perdida, me limitaba a seguir con la esperanza de que eso facilitaría el tránsito hacia mi final.

Las dos entraríamos pero solo una saldría de allí, y una se quedaría. Por alguna extraña superstición, el rey solo escogía una esposa y la mantenía consigo hasta la muerte. Era un contrato de por vida.

Luego de un par de vueltas, llegamos hasta una puerta doble que se distinguía entre todas. De madera negra con dos quimeras de bronce a cada lado.

Nos detuvimos justo al frente y se abrieron por sí solas. Unos brazos nos empujaron hacia adentro. Caminé mirando al piso y escuché el crujido de la madera al cerrarse. Levanté la vista hacia mi hermana y me encontré con sus ojos. Después dirigí mi atención hacia el frente y allí lo vi.

Tantos rumores había escuchado sobre la crueldad de nuestro monarca, que no pude dar crédito a mis ojos cuando me topé con una figura completamente diferente a la de mis pesadillas. Era delgado y estilizado. Estaba vestido de negro y llevaba una capa de piel de oso del mismo color, como confirmación de su luto. Eso no hacía más que resaltar su piel blanca como la nieve que tanto habitaba en estas tierras. Sus ojos, azules como zafiros, nos escrutaban de pies a cabeza, y su boca estaba torcida en una mueca que simulaba una sonrisa.

—Acérquense, no muerdo... todavía.

Ambas dimos un paso al frente.

—Más.

Arrastramos los pies hasta quedar a poco más de un metro del hombre. En cuanto nos detuvimos, él cortó la distancia y me tomó del rostro con firmeza. Sus dedos eran suaves y fríos. Acarició mi mejilla, produciéndome un escalofrío a lo largo de la columna. Luego deslizó su mano por mi cuello, rodeándolo con un poco de presión. Pensé que me ahogaría. Él vio mi expresión, sonrió de una manera completamente diferente, quizá más sincera, y continuó su recorrido hasta mi pecho. Tuve la intención de retroceder cuando abrió sus dedos y los unió con firmeza a mi corazón desbocado. Tenía la sensación de que era capaz de perforar mi cuerpo y arrancarlo mientras todavía palpitaba.

Sin decir nada, me soltó y se dirigió a Kaya para hacer lo mismo, durante más tiempo. Por el rabillo del ojo pude ver cómo temblaba mi hermana, incapaz de disimular su ansiedad. Poco a poco conseguí calmarme. A pesar de que los segundos pasaban, no lograba sacarme la sensación de esa mano que a pesar de ser pequeña, tenía un peso imposible de ignorar.

—Las espero en la noche para el ritual de la muerte.

Señaló la salida y salimos con el espanto dibujado en nuestra pálida piel.


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