Capitulo XX

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Capítulo XX

Sangre decoraba aquel tétrico callejón. De un día para otro habían sucedido demasiadas cosas. Por la mañana me pareció un día de lo más normal, pero yo, por idiota, había sido engañado y traicionado. ¿Por qué, tras perder la timba, seguí cometiendo errores? Llevaba el poder de un dios, y no sabía aprovecharlo. No sólo era analizar todo en el momento adecuado, sino analizarlo todo siempre.

Me regodeé en la estupidez de los matones, o del ricachón. Se habían equivocado por completo de ojo. El mundo se me mostraba más fácil de leer sin mi ojo físico, pero, a su vez, perdía toda la magia y belleza con la que los ojos humanos pueden ver. Caminé por el callejón, cogiendo el maletín pesado. Lo primero que hice fue llamar a un taxi y pedirle que me llevase a casa mientras con mi mano derecha tapaba mi cuenca vacía para que no la viera. El hombre insistió en llevarme al hospital al percatarse de la sangre, pero me negué rotundamente.

Estaba Rubí durmiendo, por fortuna. El ocaso se aproximaba, y me apresuré en arreglarlo todo. Guardé el maletín, me limpié, me puse una venda negra que tapaba ambos ojos, y eché un último vistazo a Rubí. No, no sería el último día juntos, prometido. Las promesas a ti siempre las cumplo. O casi...

Salí de casa con un dolor de cabeza indescriptible. Debería haber ido al hospital, o a la clínica de mi amigo, pero, en su lugar, fui hasta el bufet del rico, el cual, misteriosamente, no estaba. La secretaria iba a cerrar dentro de poco, y yo le pedí que, por favor, fuera hasta la planta de arriba, porque al parecer yo me había dejado una gema de jade sobre la mesa. Vio que mis ojos estaban tapados, y se los mostré. Mi cuenca derecha vacía, con la ramita del ojo escondida, para que no estuviera colgando, y mi izquierdo como siempre, rojo entero con fragmentos negros. Mi aspecto la asqueó, y subió en ascensor. ¿Cuál era el plan? El plan era que se diera cuenta de que yo estaba ciego y aprovechar para colarme en la base de datos del ordenador. Allí estaba, el número de teléfono de casa de ricachón y su domicilio. Los apunté, por si acaso, y esperé a que la secretaria volviera. Tardó media hora en hacerlo, estresándose por no encontrar la piedra. Bajó, me dijo que no había nada, y yo le contesté que quizá su jefe la había guardado. Le di las gracias y me fui, tanteando las paredes.

– ¿No tienes bastón? – me preguntó.

– No, lo perdí mientras venía.

– Tengo un paraguas aquí, tal vez te sirve.

Me encogí de hombros, lo acepté, y le di las gracias. Nunca volvería a verla, esperé. No me preguntó por el accidente de mi ojo, lo cual me brindó ventaja. Supuse que una de las condiciones de su trabajo era la de no preguntar mucho.

Y ya estaba todo hecho. Las cámaras captaron a un pobre invidente que entró en el bufet preguntando por un objeto perdido. No apuntaban hacia donde estaba la secretaria. ¿Mala empresa de seguridad? No lo supe ni me importó, sino que lo aproveché, introduciéndome en ese punto muerto para sacar información de su ordenador.

¿Siguiente movimiento? No podía llamar a un taxi, pues la investigación resultaría sencilla. Busqué un coche cercano, miré los alrededores, y acabé en un parking. Destrocé la ventanilla para abrir la puerta desde dentro, recogí los cables que me permitían hacerle un puente, y arrancó. No tenía ni puta idea de lo que estaba haciendo, ni siquiera sabía conducir, pero confié toda mi suerte en el ojo, el cual fue indicándome, poco a poco, el camino hacia mi venganza.

Un pie sobre el acelerador, el otro sobre el embrague, y la mano en la palanca de cambio, para arrancar y comenzar a transportarme. Pronto me atrapó una sensación de angustia y de desconcierto que me arrojaron a un mareo insostenible. La ciudad saturó mi cerebro con información difícil de procesar, sumado a una velocidad atípica a lo acostumbrado. Ni yendo en bus o en taxi lo lograba conseguir, mucho menos conduciendo yo, algo que en mi vida había hecho. Estuve a punto de salirme varias veces de la carretera. Era de noche, y no había muchos coches, pero me llevé más de un pitido. Si hubieran visto que el que conducía llevaba los ojos vendados...

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