Ivory

15 0 0
                                    



 En su sueño, la casa volvía a tener el brillo cálido que parecía emanar de las paredes. Siempre le pareció que ni el sol, con su hermoso brillo, podía igualar la luz que aquella casa emanaba, como si en las paredes el brillo del oro se hubiese vuelto miel. Sabía que era un sueño, pero eso no le importó, porque en él no contemplaba sola una fotografía de ella con dos personas que no pertenecían más que a una negra sombra de su pasado. En el sueño, ellos estaban allí, los dos juntos, tomados de la mano contemplando una ventana que escondía su paisaje en una pared de oro etéreo que brillaba con la misma intensidad que las paredes. La casa era como ella la recordaba, siempre adornada, siempre viva. Intentó acercarse a sus padres con movimientos quedos y medidos, como si supiera que un movimiento brusco alteraría su estado de inconsciencia y la arrebataría de aquella fantasía tan hermosa. Cuando llegó por fin al lado de ellos, pudo observar que ambos estaban llorando contemplando aquella ventana. Su padre posó su mano protectora en su cabeza y la alarma del reloj la trae de vuelta a la realidad.      

 Ivory odiaba aquel despertador, pues extrañaba el contacto tierno de la mano de su madre en su mejilla al decirle "Levántate, mi amor. Tu desayuno te espera y seguro se pondrá feliz de verte"; en su lugar, un frio pedazo de plástico con incrustaciones de metal le recordaba que debía levantarse si quería seguir viva. - ¿Viva para qué? – se preguntaba. – Para algo importante, supongo – se respondía, tratando de infundirse coraje. Fue al baño y comenzó el ritual de cada mañana. La pintura blanca se posaba en su piel pálida y parecía como si no se hubiera puesto nada en absoluto, la pintura negra comenzó a dibujar en su piel. Dibujó y dibujó hasta que acabo su teñida de trabajo. La ropa negra se adecuaba perfectamente a ella, el corset la amaba y se lo demostraba abrazándola tiernamente en sus caderas. El traje de mimo oscilaba entre el clásico y la teñida victoriana. Miró por la ventana y vio un cielo oscuro y furioso, pero no importaba. Si se había cambiado a una ciudad más concurrida fue porque precisamente en los días de lluvia el flujo de gente en los centros es el mismo. Asquerosas ciudades consumidas por un materialismo que los obligaba a salir de sus casas, como si no existiera nada que no se pudiera postergar. Tomó su violín de la mesa donde lo había dejado la noche pasada después de practicar y buscó el estuche. Nadie notaba aquel gesto, porque estaba sola, pero siempre abría el estuche con sumo cuidado, pues este estaba lleno de bellas fotografías antiguas. Nostálgicas escenas en los brazos de su padre y más tristes escenas de ella recostada con su madre en una hamaca. Las miró un momento con una expresión que fundía una sonrisa y una mueca, puso su violín en el estuche y salió de su casa a las frías calles. Al salir vio el camino rodeado de basureros, la calle miserable que constituía el barrio en el que vivía. Una triste parte de la ciudad, donde al caminar se podían fácilmente distinguir a la gente durmiendo en las calles. Ella siempre que pasaba por el lado de ellos, rogaba con tristeza porque estuvieran muertos, lejos del sufrimiento que representaba no ser apto para la sociedad. El paisaje que aquel día cruel le regaló realmente le dio un golpe duro a su estado de ánimo, pues en su ruta al centro vio a muchos vagabundos recostados en las inundadas calles de la ciudad y comprendió enseguida que muchos de ellos estaban, con toda seguridad, muertos. – Tocaré un réquiem para ellos – Pensó en el camino, intentando que el viento no la arrastrase y el agua no arruinara su maquillaje.

Llegó por fin al banco de la ciudad, donde habitualmente daba su espectáculo. Ivory era una talentosa violinista. Su pasión por la música la había llevado a grabar un disco del genero darkwave, pues eso era todo lo que salía de su corazón, una oscuridad mezclada con una pena infinita. Si bien no era famosa, era bien apreciada por los transeúntes que con una limosna desinteresada le daban gracias por recordarles que la belleza existía. Ella sabía que las grandes ciudades no dan cabida al arte, y este debe disfrazarte entre el vandalismo para salir a la luz y darle a los sonámbulos (como los artistas de aquella ciudad olvidada por Dios los llamaban) algo que les dé un remesón y les recuerde que están vivos. No sabía cuántas veces había tenido que huir de las autoridades, y cuántas otras veces la habían capturado y la habían obligado a dormir en reclusión. Buscó un lugar donde la lluvia no pudiese alcanzarla, dejó su estuche en la acera y comenzó su espectáculo. Deslizó el arco por las cuerdas del violín y este comenzó a llorar. Su llanto de este día iba en memoria de los vagabundos que ella había visto de camino. Algunas canciones surgían producto de la inspiración momentánea, como aquella; otras provenían de horas de esfuerzo por hacer la melodía perfecta, como la canción que interpretaría después de su réquiem. Era la canción que compuso a sus padres titulada "Dos manos sin nadie a quien aferrarse". Era imposible para ella tocarla sin rememorar aquellos momentos que el tiempo parecía querer arrebatarle tras cada día que pasaba. Aquellas caminatas eternas por las calles otoñales, con el camino siendo alfombrado por la hermosura de los pétalos del cerezo. Su padre había sido un contador medianamente popular en su rubro y un escritor sumamente frustrado, que nunca pudo terminar un libro con una historia que, él creía, merecía ser contada; en sus recuerdos, él sostenía su mano derecha. Su madre se quedaba todo el día en casa para cuidar de ella. Ambos siempre tenían una sonrisa para obsequiarle a su hija, un beso cálido en la cabeza y abrazos infinitos. 

CuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora