La noche estaba taciturna y solitaria. La luz de la luna llegaba hasta el cristal de la ventana y pasaba sin mi consentimiento a iluminar el cuarto con sus rayos plateados. El cuerpo estaba tirado en el suelo, yaciendo junto a la puerta después de dar su último aliento intentando alcanzar el pomo de esta. La sangre corría lenta y ciega por la habitación, buscando la luz plateada de la luna para brillar en ella. De verdad era una escena lamentable; me contemplaba en aquella habitación, con un hacha en la mano y su sangre en mi boca. Karen había sido especial, así como Anna. El mismo silencio mortuorio, la misma adrenalina ciega combinada con el miedo y el alivio, no había duda alguna en mi cabeza, tanto Karen como Anna habían llegado a mi vida como una profecía que no supe interpretar hasta verlas a ambas muertas; miserables seres alados a los cuales ayudé a volar. En ese mismo silencio, aún inquebrantable, no pude evitar pensar en cómo empezó todo. Conocí a Anna una tarde en la que el viento se adueñaba furioso de las hojas otoñales, impulsándolas hasta el infinito cual pastor que guía a su ganado. La pequeña librería estaba poco poblada, tanto que al entrar no reparé en su presencia. - ¿La insoportable levedad del ser, eh? - dijo ella con un tono ameno mientras me miraba, ¡oh y cómo me miraba! Sumergiéndome en el verde azulado de sus ojos, tragándome hasta el abismo para ponerme de frente todas las interrogantes que he tenido a lo largo de mi vida. Cuando desperté del trance solo pude responderle con un torpe gesto de asentimiento mientras bajaba el libro que había estado hojeando. De pronto ella comenzó a hablarme, o así lo parecía cuando sus labios mudos se empezaron a mover, haciéndome posible identificar palabras leyéndolos en su frenesí. Estaba desorientado, solo podía concentrarme en sus pupilas, en su tez blanca y aquella sonrisa tímida que me regalaba al hablar. Cuando terminó yo solo pude asentir, y en lo que yo hice eso, ella se alejó con un paso lento y cansado. No podía dejar que se fuera, así que la alcancé y le invité un café, el cual aceptó encantada. Después de infinitas tardes de otoño, del infinito sonido de las cucharas creando remolinos en las tazas, después de las infinitas caminatas nocturnas hasta el estacionamiento donde solíamos aparcar, el idilio se dio entre nosotros.
Todas las noches me dormía una hora más tarde que ella solo para apreciar su rostro pacífico y cada mañana me despertaba más temprano para verla abrir sus ojos y sonreírme al dar los buenos días. Si los ángeles no existen, ella debió haber sido lo más cercano a lo celestial que haya caminado por este mundo, pues su pureza sola me transportaba al cielo cuando nuestros labios se encontraban entre suspiros profundos y respiraciones agitadas. Aquella vida solo era buena al despertar y al dormir, pues durante el resto del tiempo nos manteníamos con trabajos mal pagados para subsistir. Recuerdo con toda claridad aquel miércoles maldito en el que la perdí, en el que conoció la apuesta desmedida y las promesas vacías que ostenta en su bandera. El dinero se fue acabando y lo que comenzó como una entretención para Anna, se transformó en una obsesión cada vez más grande y demandante, hasta el punto de recurrir a tiburones financieros que pudieran pagar su adicción. No me gustaba verla sufrir, llegar cada noche con los ojos llorosos por no haber ganado algo de dinero para sacar nuestra situación adelante. Aquella pena, que al comienzo aparecía solo en sus momentos de debilidad, se transformó en su nueva mascara, la cual lucia tan bien como luce la suya la novia que, aun estando hermosa, es plantada en el altar. La situación empeoró con los meses, a tal punto que nuestros ojos se tornaron negros y los moretones eran un adorno más, después de todo, no iba a quedarme sentado mientras ellos golpeaban a la mujer que amaba porque esta no tenía dinero para pagarles. No, no podía seguir en esta situación. - Cruel infierno que castigas a los ángeles que, traviesos y curiosos, deambulan por tu jardín corrompido por las adicciones que siembras, tan tentadoras en el camino - me repetía luego de que los sollozos de Anna se hubieran apagado para dar espacio a una respiración forzada y dolida durante el sueño. Repetí esas palabras como mantra hasta que mis ojos se cerraron para dar lugar a un escenario onírico donde yo era una serpiente, que seductora e inteligente cumplía su rol como ángel de la muerte, dándole el descanso eterno al viajero que, herido y cansado, solo ansiaba mi veneno para emprender rumbo a los limites desconocidos entre la vida y la muerte. Al despertar, el reloj marcaba las 3: 54 de la madrugada, la luz entraba tímida a través de las delgadas cortinas blancas. Me puse de pie silencioso y caminé hasta la cocina, donde bebí un vaso de agua y me senté en la soledad de la mesa. Aún quedaba un rastro de la somnolencia en mí, así que apoyé mi cabeza entre mis brazos y me entregué a los pensamientos que buscaban mi atención. Sin darme cuenta cómo o por qué, me vi a mi mismo con un cuchillo en la mano - Éste no sirve - pensé inmediatamente mientras seguía revisando, era como si hubiese sabido qué debía buscar. Por fin mi sentido se detuvo ante un cuchillo grande y robusto, con la empuñadura gastada y uno de sus dientes roto. - Es una lástima - pensé al cabo que subía a la habitación con el cuchillo en la mano. Sabía lo que tenía que hacer, pero me apenaba tanto que mi veneno tuviera un aspecto tan derruido. Las escaleras, respetando la misión que me impuse, cooperaron conmigo cubriendo su madera con un manto de silencio para mis pies descalzos. Luego, al encontrarme ya de frente con la puerta entreabierta que proyectaba en mí su luz plateada, sentí como mi corazón palpitaba emocionado, lleno de sentimientos contradictorios. El miedo se mezclaba furioso con las ansias, la culpa se apoderaba de mí, aún sin siquiera haber tomado su vida con mi veneno viejo y gastado todavía. Por fin me decidí a entrar, callado y sereno. Me paré al lado de la cama y la observé expectante en la oscuridad. Tenía una sonrisa en sus labios y las sombras de la noche jugaban con la luz de la ventana, escondiendo sus moretones. Se veía hermosa, tan hermosa como siempre la vi. Con el rostro pasible y el brazo firme, clavé el viejo y feo puñal en su pecho de algodón y por un momento pareció esbozar una sonrisa. No se quejó, no hizo mueca de dolor alguna, solo abrió los ojos y me miró. Hace muchos meses que no los veía tan vivos, estuvieron tanto tiempo desvanecidos por la tristeza que olvidé lo que sentí aquella vez cuando me tragaban al abismo dorado que había en ellos. Ahora, mientras mi puñal indigno penetraba su corazón y la llevaba a la paz eterna, sus ojos hacían lo mismo conmigo, arrastrándome hasta inhóspitos y oscuros rincones de mi mente. Cuando por fin sus ojos se desvanecieron, entregados a la inmensa nada, pude despertar del trance hipnótico en el que me sumergieron. Su boca, entreabierta, dejaba un hilo de sangre a la vista; mi mano, temblorosa por aquella escena, solo pudo soltar el cuchillo y acariciar su mejilla; mientras mis labios, que rozaban los de ella a modo de despedida, quedaron manchados con el delgado hilo de sangre que seguía fluyendo de su boca. Y fue en ese momento que pude llorar a plenitud, sabiendo que si bien no volvería a disfrutar de sus ojos eternos, había traído paz al ángel que nunca perteneció a este mundo y que podrá nadar en el útero oscuro de la muerte para no nacer jamás. Tomé el cuchillo que había manchado de sangre el suelo, y con un esfuerzo mínimo volví a clavar el puñal en su pecho en una larga línea recta. Le di tres puñaladas más para dibujar un cuadrado, y aparté la figura de carne de su pecho para meter mi mano en su interior. Manché mi extremidad de rojo y mis dedos reconocieron texturas hasta ese momento desconocidas. Fueron 3 minutos hurgando en el cuerpo hasta que encontré su corazón, el cual arranqué entre esfuerzo, sangre y lágrimas. Lo abracé cuidadoso y me lo llevé. Caminé por las calles heladas y solitarias, el crepitar de las ramas parecía llorar la partida de Anna, y las nubes taparon el rostro de la luna que no soportó ver su corazón angelical en mis manos. Llegué a la estación de policía y les mostré el corazón. - No soy un asesino, soy un liberador. Le di al ave las alas que vuestro sistema le cortó, pero aunque haya sido un acto de piedad el que cometí con el cuchillo liberador, este es considerado un crimen por ustedes, gente ciega. Castíguenme, este corazón será lo que me necesitaré por compañía en la soledad de vuestras celdas - Les dije al cabo que mostraba el corazón que sería prueba irrefutable de que no se trataba de una sádica jugarreta. Cuando me apresaron, intentaron quitarme su corazón, pero mi voluntad de pelear por él fue más grande y resistí cada ataque que aquellos barbaros salvajes dieron contra mi tesoro. No tardaron en rendirse y dejármelo conservar.
