Policía.

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Erick.

- Está bien -me dijo An al día siguiente-. Aaron dice que puedes venir.

- ¿Ir adónde? -preguntó mi tío. Estaba detrás de mí en el fregadero de la cocina, cortando cebollas. An estaba en el porche, detrás de la pantalla. Al estar yo en medio, no se había dado cuenta de que él se encontraba allí. La cocina apestaba a cebolla.

- ¿Adónde vas? -repitió. Lo miré. Pensó con rapidez.

- Vamos a tratar de ir a Sparta el próximo sábado, Tío. Una especie de picnic familiar. Habíamos pensado que igual usted también podía venir. Puede, ¿verdad?

- No veo por qué no -contestó mi tío, sonriendo.- Pero no creo ir yo diviértanse. An siempre era muy educada con él sin resultar cargante, y él la apreciaba precisamente por ello, aunque no sentía lo mismo por el resto de la familia.

- ¡Genial! Gracias, tío. Nos vemos, -dijo ella. Así que, poco después, fui allí. Aaron había vuelto al juego. Su aspecto era espantoso. Tenía heridas por toda la cara, y resultaba evidente que se las había rascado porque dos de ellas tenían la costra casi arrancada del todo. Tenía el pelo grasiento, pegado y con caspa. Aparentaba haber dormido varios días con el fino camisón de algodón. Y ahora sí que estaba seguro de que había perdido peso. Podías vérselo en la cara: las bolsas bajo los ojos, la piel estirada sobre los pómulos. Estaba fumando, como de costumbre, sentado en una silla plegable frente a Any.

Tenía a su lado un sándwich de atún a medio comer sobre un plato de papel y lo estaba usando de cenicero. Dos colillas de Tareyton emergían del empapado pan blanco. Estaba mirando fijamente, inclinado hacia delante sobre la silla, guiñando los ojos. Y pensé en el aspecto que tenía cuando veía sus concursos por la tele, programas como Veintiuno. Charles Van Doren, el profesor de inglés de Columbia, acababa de ser acusado de hacer trampas al ganar 129.000 dólares en el concurso la semana anterior. Aaron estuvo tristísimo. Como si él también hubiera hecho trampas.

Pero ahora observaba a Any con la misma pensativa intensidad con la que lo hacía con Van Doren en su cabina insonorizada. Jugando con ella. Mientras, La habían vuelto a colgar del techo, y se encontraba de puntillas, sufriendo, con varios volúmenes de la World Book esparcidos a sus pies. Estaba desnuda. Estaba sucia, llena de heridas. Bajo la capa de sudor, tenía ahora una extraña palidez. Pero no importaba nada de eso. Debería, pero no lo hacía. La magia, la pequeña y cruel magia de verla de aquella forma, flotó por un momento sobre mí como si fuera un hechizo. Y todo cuanto sabía sobre la crueldad. Por un momento, sentí que me inundaba como si fuera un vino peleón. De nuevo estaba con ellos. Y entonces miré a An.

Una pequeña versión de mí, o de lo que yo podía llegar a ser, con un cuchillo en la mano. No me sorprendía que Aaron estuviese concentrado. Estaban todos allí, , sin que nadie hablara, porque un cuchillo no era una cuerda, ni un cinturón, ni un chorro de agua hirviendo, los cuchillos podían herirte gravemente, de forma permanente, y An era demasiado pequeña para entenderlo del todo, sabía que la muerte y las heridas eran cosas que podían pasar, pero no entendía las consecuencias. O quizás sólo quiere mantenerse al margen, para que Aaron no sospeché.

Estaban pisando un hielo muy fino, y lo sabían. Pero dejaban que ocurriera. Querían que pasara. Estaban siendo educados. Yo no necesitaba esas lecciones. De momento no había sangre ninguna, pero yo sabía que, con toda probabilidad, la habría, que solo era cuestión de tiempo. Era evidente, incluso tras la mordaza y tras la venda de los ojos, que Any estaba aterrada. Su pecho y estómago se movían con una respiración agitada. La cicatriz de su brazo parecía un relámpago. Pero entonces Aaron tomo la navaja de An, y La pinchó en el estomágo. Como estaba de puntillas, no había forma de que lo esquivara. Solo se agitó convulsivamente contra las cuerdas.

Aquella chica de los hematomas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora