La vi desorientada.
Tenía dudas pero se levantó lentamente de la camilla y fue hasta la mesa donde comenzó a vestirse lentamente.
Me dolía el alma. No podía dejar que se fuera, pero tampoco podía obligarla a quedarse.
Me había equivocado llevándomela. La deseaba desde hacía meses y ella nunca me veía. Almorzaba todos los días en el mismo bar que ella, y mientras ella trabajaba en su ordenador portátil, yo la observaba desde las sombras.
Cuando la había visto desmayarse después de nuestro pequeño accidente, no había podido evitar montarla en mi coche y traerla a mi mundo.
Cerré los ojos, su olor me invadía y me hacía perder el norte de tal forma que si no lo remediaba, volvería a atarla para que no huyera de mí. La necesitaba, necesitaba su suave piel bajo mis dedos.
Una mano rozó mi mejilla, lo que hizo que abriera rápidamente los ojos: eran ella y sus ojos azules. Estaba delante de mí, desnuda de cintura para arriba. No podía creerlo, la tenía delante de mí y no me tenía miedo… Aunque respiraba con dificultad.
—¿Por qué me has desatado? —dijo con su suave y melódica voz.
—Si estás aquí quiero que sea por voluntad propia. Por mucho que te desee, no puedo obligarte a nada puesto que no es sólo un deseo sin lógica el que siento por ti, es algo mucho más fuerte.
Poniéndose de puntillas me besó. Mientras enredaba sus dedos en mi pelo, fue profundizando en ese dulce y cálido beso lleno de deseo y desesperación.
La sujeté suavemente, enredando también mis dedos en su pelo; ella era el aire que necesitaba para seguir respirando.
Pero como lo bueno no suele durar, ella se separó de mí, se dio la vuelta y se fue dejándome allí, perdido en mis pensamientos sólo y descolocado. Aun la sentía en mis labios; su calor, su pasión, pero ella se había ido y seguramente nunca volvería.