Estaba acostada en mi cama, hacia una semana que me había escapado de aquel sótano, no sin antes darle un morreo a mi secuestrador. ¿Escapado, es esa la palabra adecuada? No, realmente me dejo salir él, me libero, condenada a estar atrapada en mis pensamientos.
No sé qué era peor, el haberle besado o estar ahora pensando en él.
Desde que había vuelto no había ido a trabajar, había llamado a mis jefes diciendo que tenía una gastroenteritis muy fuerte y debía hacer reposo. Me había venido bien tener a mi amiga María, que era médico de cabecera, quien me había hecho los justificantes y la baja. No me había preguntado mucho, ya sabía que cuando estaba mal me cerraba en banda si me preguntaban; ya se lo contaría yo cuando estuviese de ánimo.
Mi baja terminaba hoy. No podía alargarla más, si no me acarrearía problemas. En una hora tenía que ir a trabajar, y lo peor de todo es que no había dormido ni tres horas: tenía unas horribles pesadillas en las cuales me perdía en un tenebroso bosque seguida por unos hombres grandes y nada agradecidos. Luego llegaba a un castillo en ruinas donde me encontraba a mi secuestrador atado y azotado, caía de rodillas a sus pies y justo en ese momento me despertaba llorando.
“Hora de levantarme” me dije. Primero me di una ducha rápida, me puse mi traje de chaqueta con pantalón y zapatos con medio tacón, ni muy alto ni demasiado bajo. Me recogí el pelo en un moño informal del cual se escapaban algunos mechones rebeldes, me puse mis gafas de sol sobre la cabeza y cogí mi maletín. Comprobé que estaban el portátil, mis gafas de vista y todos los documentos que me había mandado Mireia desde la oficina “la verdad es que era una gran secretaria muy eficiente y además una gran amiga”.
Salí de mi casa pasando las dos vueltas de la llave y bajé con el ascensor hasta el garaje. Allí estaba mi chiquitín un BMW Cabrio descapotable esperándome, era rojo como la sangre uno de mis pequeños caprichos.
Llegué a la oficina quince minutos antes, así que me dirigí a San Patrick, una cafetería que había dos números más abajo que mi oficina. Me senté donde siempre, pedí un capuchino mientras abría mi ordenador y me ponía a trabajar ausente a todo, o por lo menos lo intentaba. En mi cabeza seguían esos ojos verdes que me volvían loca, esos labios cálidos, esas manos rozando mi piel. “Mierda, ya estoy de nuevo. Debo dejar de pensar en él”. Esto debía ser el Síndrome ese de “Estocolmo”, no podía ser otra cosa.
Me tomé mi capuchino, sin conseguir concentrarme en el ordenador, así que lo cerré y después de pagar lo que me había tomado, subí a mi despacho, donde el día no fue mucho mejor. Seguí perdida en mi mente, encerrada entre cuatro paredes de las cuales dos eran cristaleras; una ahumada y la otra transparente, que me dejaba unas vistas preciosas al mar mediterráneo.