No sé el tiempo que paso con la boca abierta, pero puedo asegurar que es lógica mi reacción al entrar en el comedor para universitarios del campus. Si el de mi instituto me parecía grande, este lo deja diminuto. Y huele tan bien... Dudo si acudir a la sección de la zona derecha o a la de la izquierda, y busco algún distintivo, señal o indicación clavada en la pared o colgada del techo, que identifique las zonas. No veo ningún letrero que diga: NOVATOS AQUÍ, o algo parecido.
Decantándome por la derecha, la más vacía, aunque no es que haya mucha gente, me dirijo hacia allí pasando por delante de un gran expositor de comida hipoalergénica, otro de comida vegetariana, otro de exótica e internacional, otro de pastelería exclusivamente... Hasta llegar a la general y, supongo, más consumida. Me muero de vergüenza cuando, al recoger la bandeja de plástico, mis tripas rugen como el león de la Metro Goldwyn Mayer. Gracias a las musas porque no haya nadie cerca para escucharlo.
Con la bandeja cargada a rebosar -yo y mis cenas ligeras- paso por caja y muestro el carnet de alumna que la universidad me hizo llegar junto al resto de papeles. La mujer que atiende al otro lado del mostrador me mira de reojo cada vez que tica un producto en la pantalla del monitor y siento ganas de preguntarle si nunca ha visto a una chica hambrienta.
Tras la elección de la zona de comida, toca decidir dónde sentarme para atiborrar este cuerpo de metabolismo superdesarrollado y quema grasas. ¿En la esquina de una mesa corrida? ¿En una mesa circular cual Rey Arturo esperando a sus caballeros? ¿Subo al segundo piso?
El tropiezo con la pata de un silla, que por suerte no va a más, hace que opte por esa misma mesa y no continúe caminando por el amplio comedor, arriesgándome a un fatal accidente alimenticio. No hay demasiados alumnos cenando, pero estos percances corren como la pólvora y me niego a ser "la tetis-burguer" durante toda mi estancia en Michigan.
Con el primer mordisco de la primera hamburguesa ronroneo del gusto que siento y lo buena que está, y me traslado mentalmente a las barbacoas del verano en Indiana, a las fiestas de piscina, a la bolera de Bob Rayder... Hasta que Cannonball, tono adjudicado a las llamadas de casa, me trae de vuelta al comedor.
-Hola -saludo, en cuanto saco el móvil de la mochila.
-Hola, cariño. ¿Cómo estás? -pregunta mamá.
-Genial. Ahora mismo, cenando.
-¿Qué tal la comida de allí?
-Oh, mamá. Deberías probar estas hamburguesas.
-Espero que no te alimentes solo a base hamburguesas.
-No, tranquila. También he cogido algo de verdura -le cuento, observando las cuatro hojas de lechuga y la rodaja de tomate que tengo en una esquina de la bandeja, entre la montaña de patatas fritas y la súper montaña de aros de cebolla.
-Come más verdura -ordena como si pudiera verme.
-Lo haré.
-Y, por lo demás, ¿qué tal? Cuéntame.
Le hago un breve resumen del día y disfruto escuchándola reír cuando le cuento los pocos, aunque precoces, contratiempos que he padecido en las pocas horas que llevo aquí.
Amo, venero y admiro a mi madre. Es una reputada directora de telecomunicaciones y es el faro de mi vida; el espejo en el que me he mirado desde niña y quiero parecerme. Luchadora, valiente, inteligente... Desprende fuerza por cada poro de su cuerpo y, de verdad, quiero ser como ella. Papá dice que ya lo soy, pero sé que aún puedo serlo más.
-Y, ¿no sabes cómo se llama ese chico?
-Ya sabía que, de todo lo que te he contado, solo te ibas a quedar con eso. No, no lo sé. Ni me interesa.

ESTÁS LEYENDO
BITTER BOY (Chico amargado)
Teen FictionQue me aceptaran en la universidad de Michigan fue una de las mejores noticias de mi vida. Que me concedieran una suculenta y muy generosa beca académica, gracias a mis matrículas de honor, fue una señal de que era la indicada para mí. Que impartie...