Capítulo 31. la víctima

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—¡Dios mío! ¡José! ¿Estás bien? ¿José? —Anastasia corrió hacia él y le
limpió la sangre con el dobladillo de su vestido.

Él se apoyó contra la barandilla. Parecía que un rayo lo había fulminado. Ella le limpió la sangre y por primera vez vio el daño hecho

—. Ay, Christian —sollozó—. ¿Cómo pudiste hacerlo?

—Ya te diste cuenta —estaba furioso.

Se frotaba el puño con la mano izquierda y parecía que tenía ganas de hacerle lo mismo a ella. Anastasia se dirigió de nuevo a José.

—Tendremos que llevarlo a un hospital —conducía a su novio hacia el auto.

—Mi boca —masculló el hombre—. Me pegó en la boca.

—Todo estará bien —Anastasia le palmeó el hombro.

—Mi boca. ¿Y qué con mi concierto?
Ay, el concierto.

Ella no quería ni pensar en eso ahora.

—Entra. Llama al hospital —le pidió a Christian—. Avísales que vamos para allá.

Él la miró sin moverse.

—No te quedes allí parado nada más. Llámalos, por el amor de Dios —no sabía de qué serviría ya, pues el daño estaba hecho.

Jose no fue un buen paciente, aunque ella no lo culpó. Un labio partido no era nada gracioso, sobre todo cuando uno era flautista y debía dar un concierto al día siguiente.

—No puedo tocar. Tendré que cancelar —murmuró una y otra vez mientras se dirigían a Urgencias, cuando le cosían el labio y durante el trayecto de regreso al hotel.

El sol del domingo ya se alzaba en el horizonte.

—Vamos, José, sé razonable —le puso una mano en el brazo.

—¡Razonable! —gimió mientras entraba en su habitación—. ¡Soy toda razón! Ese hombre es una amenaza. Un patán. Debería estar encerrado en la cárcel.

—No —Anastasia ya estaba harta—. Estás equivocado.

—No puedes hablar en serio —él estaba atónito. Le mostró el labio cosido, obra de Christian. No era gracioso, pero se lo merecía.

—Sí; en cierto sentido, lo defiendo.

Él se quedó con la boca abierta.

—Lo hizo por mí —señaló la chica. Nunca dijo algo más cierto. Anastasia pensó en ello desde que el puño de su jefe se lanzó contra la boca de su novio. Mientras esperaba en Urgencias pensó mucho. La conclusión era muy importante: ella sí le importaba a Christian Grey.

El tranquilo, bromista, nunca era agresivo… salvo por las cosas que le
importaban: el voleibol y Mia. A pesar de que Anastasia dudó de sus motivos e ignoró sus afirmaciones de amor, Christian le había dado una prueba irrefutable.

Quizá ella dudó demasiado, pero ahora ya no. Golpeó a José por ella. Era el primer hombre que la defendía sin pensar en él mismo. Nadie más hizo eso… ni siquiera su padre. Ahora era su turno para apoyarlo.

—Fuiste muy grosero e insoportable —notó con satisfacción que se quedaba pasmado al oírla—. Antes ya lo eras, pero anoche te excediste. ¿Qué es lo que me ofreciste? ¿La oportunidad de ser tu esclava?

—¿Cómo? ¡Espera un momento!

—No —contestó Anastasia—. Soy muy buena en mi profesión, y no voy a dejar de ejercerla. Sin importar lo que opinen tú y mi padre.

—Tu padre…

—Él no es Dios —Christian no sólo luchó por ella, sino que le dio el valor de creerlo. La apoyó, la alentó, le dio la confianza necesaria para que hiciera lo que quisiera y no sólo lo que los otros le exigían—. Gracias por tu ofrecimiento, José —comentó con desprecio—, pero de ninguna manera aceptaría. Ambiciono más cosas de la vida que eso. Puede que el hecho de que Christian te haya golpeado no haya sido lo más prudente, pero para ser franca me alegro mucho.

Él la observó como si nunca antes la hubiera visto. Sus ojos estaban abiertos como platos.

—¿Entonces crees que ese gorila tiene razón?

—Creo que me aprecia mucho más de lo que tú jamás lo hiciste —ya no era la chica dócil que aceptaba todos sus caprichos y deseos—. Eres un músico talentoso, pero tratas a las personas como si no valieran nada.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada.

—Está bien —su voz fue serena y deliberada, aunque apretaba la manija de la puerta con mucha fuerza—, entonces ya no tenemos nada que decirnos, ¿verdad, Anastasia?

—No, supongo que no.

Tenía mucho que decirle a Christian. Regresó casi volando a casa de Germaine. Cuando llegó, casi corrió a la puerta antes de apagar el motor del auto.

—¡Christian! —gritó. Necesitaba contarle su descubrimiento, echarle los brazos al cuello y decirle que lo amaba. Deseaba, con desesperación, compensar el tiempo
perdido—. ¡Christian!

No hubo respuesta. Anastasia se asomó en la sala, pero tampoco estaba allí. Eran las cinco cuarenta y siete en el reloj y supuso que quizá estaría dormido.Después de todo, el juego de voleibol era a las nueve y media y necesitaría estar descansado. Corrió hacia la habitación que Toby y él compartían.

—¿Christian? —sólo el muchacho estaba en una de las camas. La otra estaba intacta.

Abrió un poco los ojos.

—¿Qué pasa?

—¿En dónde está Christian?

—Se fue —cerró los ojos y volvió a acostar la cabeza en la almohada.

—Hubo una crisis en la planta —contó Toby cuando al fin logró despertar del todo—. Dijo que lo llamaron a media noche. No sé quién lo llamó ni qué pasó, pero debió ser algo muy serio como para que se marchara así. Tenemos que pagar una multa por el partido de hoy.

Anastasia pensó en la posibilidad de que ella tuviera que pagar una multa por el resto de su vida.

—¿A dónde fue?

—Supongo que a Los Ángeles.

Pero no fue así. Lo descubrió cuando al fin los tres llegaron a casa el domingo por la noche. La casa estaba vacía y no había señales de que él hubiera regresado.

—No, señorita, no ha venido a la oficina ni llamado por teléfono —explicó la secretaria cuando ella llamó el lunes por la mañana—. No sé en donde esté.

Nadie lo sabía. Ni Mia, ni Toby, ni ninguno de los directores de Grey
Sportswear. Nadie.

—¿En dónde puede estar? —se sentó en una de las sillas de la sala después de revisar las posibilidades por enésima vez.

—¿Y por qué? —preguntó la chiquilla.

—Yo se lo diré —comentó una voz indignada—. ¡Porque todo se ha
descubierto!

—¡Tía Hortense! —Mia se puso de pie de un salto.

—La misma —entró en la sala y miró a Anastasia, acusadora. —Usted es la
señorita steel.

—Este… sí… pero…

—No tiene canas —señaló su pelo y rezongó.

—Este… no.

—No tiene una chaqueta vieja ni una falda amplia. ¿Qué edad tiene, señorita?

—Veinticuatro años —se habría podido desvanecer bajo esa mirada cargada de veneno.

—Una niña.

Se irritó. No era una niña. Ya no. Nunca más. Su temor desapareció...

Destinos Opuestos [Adaptada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora