La luz de un día que apenas iniciaba penetraba a través de las traslucidas cortinas de la habitación. Aun sin haber abierto los ojos, Eddard, estaba consciente de lo que ocurría a su alrededor; podía sentir la luz del sol dándole en el rostro, y escuchar los sonidos provenientes de la calle. Abrió los ojos, se llevó la mano a la cara para cubrirse de la luz y parpadeo varias veces mientras sus ojos se acostumbraban a la claridad. Se sentía algo agotado, aunque un río de satisfacción le recorría por todo el cuerpo. Se volteó, y ahí estaba ella, del otro lado de la cama, anunciando que la noche anterior no había sido un sueño. Estaba acostada de lado, con el cuerpo envuelto entre las sabanas azules, de cierta forma que pliegues de su piel desnuda quedaban a la intemperie, y dormía tan tranquila, tan serena, semejante al fluir de un riachuelo escondido en medio del bosque.
La contempló por un momento. En su cabello -que era rojizo como el cobre- desfilaban ligeras ondulaciones, y clinejas, que llevaban la marca de lo ocurrido en la noche anterior. En su rostro todavía quedaban rastros de maquillaje, y sus labios carnosos y apetecibles aún conservaban vestigios del labial rojo que había sido removido por un mar de besos enardecidos. Su piel lucia pálida y tenía el aspecto de estar hecha de porcelana, con esa estampa cuya delicadeza había comprobado la noche anterior.
Bajó la mirada lentamente explorando de a poco el cuerpo que la oscuridad nocturna, y el éxtasis del momento, no le habían permitido apreciar. Recorrió su brazo izquierdo, y bajó por el costado de su cuerpo, su cintura, una porción de su cadera, y su pierna izquierda complemente desnuda. Vaya imagen aquella, de habérsele dado los versos, sin duda, habría escrito un poema en ese momento.
—Ey, pervertido —dijo ella, mientras él mirada su muslo pálido y terso.
Alzó la vista; ella tenía una ligera sonrisa dibujada en el rostro, y lo miraba fijamente; el iris de sus grandes ojos tenía un ligero tono amarillo que le daba un aire híbrido entre inocencia y maldad.
—¿No te enseñó tu madre a no espiar a las niñas? —continuó.
—Sí —respondió él—. Aunque, por desgracia, nunca le hago caso a mi madre —comentó, y esbozo una sonrisa traviesa.
Ella sonrió de una forma tan tierna que él se vio en la obligación de arrimarse y plasmarle un beso en la boca—. Buenos días —le dijo, acariciándole la mejilla.
—Buen día —dijo ella, sonrojándose.
—¿Son cosas mías o te estás sonrojando?
Se rió—. Déjame.
Acto seguido, se oprimió la sabana contra el pecho y enterró el rostro en la almohada en un movimiento que dejó expuesta una porción de su trasero, y al ver aquel paisaje, Eddard, pensó que no existía mejor forma de iniciar un día.
Después de un momento, ella se volteó boca arriba, y exploró todo el lugar con la mirada, notando que lo que durante la noche anterior había percibido como un apartamento común y corriente, en realidad, se trataba de un loft de diez por cuarto, y una línea imaginaria lo dividía en cocina y dormitorio; las paredes estaban pintadas de azul, y el techo de blanco. A la derecha había un ventanal de unos cinco metros de ancho, y a la izquierda un closet de madera, y encima de la cama, una enorme lámpara de estilo antiguo.
—Qué bonito —dijo ella, maravillada de la pared de en fondo, que estaba cubierta por completo de afiches y recortes de periódico, colocados con fina simetría. Se acostó de lado, volviéndose hacia él—. Me pregunto cuántas veces a has visto la misma expresión en el rostro de chicas universitarias que han pasado la noche aquí —comentó finalmente.
—Muchas veces... —contestó él. Ella arqueó una ceja, y enseguida, él continuó—: Pero ninguna pasó la noche conmigo. Solo eran amigas que iban de paso.
—Edd... no tienes que mentirme —le dijo.
—No miento —replicó—. Es la primera vez que estoy con alguien, en mucho tiempo.
Una sonrisa diminuta se dibujó en el rostro angelical de la chica.
—Es difícil creerte... —guardó silencio por unos segundos—. ¿Hace cuánto que estás soltero? —preguntó.
—Mmm... no sabría decirte —respondió—, es mucho tiempo.
Ella sonrió, dejando al descubierto su dentadura perfecta—. Vaya... entonces debo ser la envidia de mucha gente —su voz fue casi un susurro.
— ¿Ah?
—No me digas que no te has dado cuenta —comentó, frunciendo el ceño.
— ¿De qué cosa?
Se rió de forma delicada, y dijo—: ¿Es en serio? —Lo miró con ojos inquisitivos—. ¿Es distracción o inocencia?
—Creo que... distracción.
—Ya veo —suspiró—. Yo conozco a mucha gente. Supongo que lo sabes...
—Aja.
—Y... la verdad... le gustas a varias personas —sentenció. Edd frunció el ceño, y ella sonrió—. No me veas así, que es en serio. Eres algo así tipo «el soltero que todos quieren.» —Edd frunció aún más el ceño—. En serio... hay chicas que quieren contigo. Y... también... —hizo una expresión que indicaba que estaba buscando la palabra correcta—. ¿Chicos?
Él soltó una carcajada tras lo que acababa de escuchar.
—Más o menos, ¿por qué, según tú, todos querrían tener algo conmigo?
—No «todos» —dijo ella—, pero sí hay «quienes», y son «varios» —sonrió. Los ojos de Edd se entrecerraban a mientras ella hablaba—. Verás... tienes algo, y es... no sé, raro. Mmm... —se llevó la mano a la boca mientras pensaba—. Magia —dijo finalmente—. Eso es: «magia.» —él dejo escapar una risotada—. No te rías...
—Claro, claro —replicó Edd, asintiendo, pero sin evitar reírse.
Ella continuó—: Hay cierta delicadeza en ti. Pero a la vez, hay una especie de rudeza, y, créeme que eso es atractivo. También, hay un aire lleno de misterio rodeándote, tienes una mirada fuerte que desnuda a cualquiera y, esa voz grave que... —se mordisqueó el labio inferior—. Además, no es un secreto que estás... fuerte.
—Es por la gimnasia.
—Dios bendiga, entonces, a quien inventó la gimnasia —replicó sonriente.
—Johann Friedrich Simon. No la inventó, pero fue el primer profesor de gimnasia moderna.
—Pues, se ganó su cupo en el cielo —bromeó; luego dijo—: Eres un encanto, Eddard. Lo digo en serio. Por eso hay un montón de niñas y niños por ahí que suspiran por ti.
—Voy a terminar creyéndomelo.
—Créelo —replicó guiñando el ojo—. A Micah le gustas.
— ¿Micah? ¿Hablas en serio? —preguntó asombrado.
—Sí —sus labios apretados formaron una sonrisa diminuta.
— ¿Micah Piennar?
Ella asintió—. Es mi amigo. Es gay. Poca gente lo sabe.
—¿Cómo que poca gente lo sabe? —dijo—. Su homosexualidad se nota desde la ISS. Pero no, no sabía que le gustaba...
Eddard dejó escapar una carcajente ante el momento incómodo. Luego, pasó la mano por la espesa cabellera roja de la chica; una sensación de fortuna y placer recorría cada parte de su cuerpo como un vendaval de agua, y no tenía nada que ver con lo ocurrido durante la noche anterior. Sino con lo que sucedía en ese momento: estar ahí junto a ella, no haciendo más que mirarla fijamente a los ojos, acariciando su piel y percibiendo todo aquel olor del perfume que aún emanaba de su cuerpo, era sencillamente maravilloso. En ese momento él no era más que un simple admirador de arte y, ella era su escultura, su pintura, su poema... Se sentía el hombre más afortunado de la tierra.
Ambos permanecieron callados por un momento. Después, él rompió el silencio:
— ¿Le contarás a...? —preguntó a medias.
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LA CHICA DEL CABELLO ROJO
Short StoryEddard despierta en su apartamento al lado de Danièle, la chica pelirroja por la que se ha sentido inusualmente atraído desde hace varios meses.