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El dos mil dieciséis estaba cerrando como un año de mierda; quel asesino de personalidades influyentes por antonomasia se había cargado nada más y nada menos que el veinticuatro de diciembre a uno de los representantes más importantes de la navidad

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El dos mil dieciséis estaba cerrando como un año de mierda; quel asesino de personalidades influyentes por antonomasia se había cargado nada más y nada menos que el veinticuatro de diciembre a uno de los representantes más importantes de la navidad. En el garaje de la sede principal de Santa, había aparecido muerto Rodolfo, el reno narizón famoso por guiar todos los años el camino del gordo panzón para repartir regalos a los niños. 

—¡Y el trineo volador ha desaparecido! —había exclamado Craig, el elfo que se había encontrado por primera vez con la escena del crimen.

La conmoción no fue poca, estábamos apenas a horas del día más importante del año y pasaba esto. No faltaban uno sino dos de los elementos principales para llevar a cabo el ritual de la entrega de regalos. Jamás nuestra adorada fiesta se había visto en jaque de una forma tan inminente como esa. Entiéndanme: a nosotros, empleados subpagados del Polo Norte, nos da francamente igual que sus niñatos malcriados se pongan a llorar porque no ven los juguetes debajo del árbol. Sin embargo, tenemos familias que mantener y si no hay navidad, no hay paga. Así de fácil. 

Es que no se podía entender, a nadie le convenía que esto pasase. ¿O sí? ¿A quién podía convenirle?

—¿¡Tan difícil es que se queden quietos!? Mientras más rápido terminemos, más rápido nos vamos —grité—. No, James, me vale una mierda que tengas que ir al baño. Nadie va a salir de aquí, ¿vale? Haber pensado antes de asesinar al Rodolfo que luego no iban a poder hacer pipí.

Daba igual, ya había varios renos que habían decidido cagarse en el suelo. Eso era lo que pasaba cuando contratabas animales mágicos para hacer el trabajo. Ajá, que podían volar y toda la cosa, pero directamente no tenían decencia. Agh.

—¡Yo tenía permiso vacacional!

—Estaba resfriado, tengo testigos que lo prueban.

—Si no fuese por los villancicos, ni sabía quién era ese.

Suspiré. Nadie estaba con ganas de ser retenido por la que parecía que iba a ser la noche más larga de nuestras existencias. Sin embargo, como les digo, había que solucionarle de alguna forma al viejo panzón. Yo ni siquiera era el encargado oficial de la división de criminalística e investigación en el Polo Norte. Me habían asignado porque, básicamente, no había nadie más a quién asignar. Jaime se había ido a Irlanda a visitar a su familia y Oliver se había cagado en nuestras caras cuando le dijimos que iba a tener que quedarse toda la noche dentro  interrogando a los subnormales del taller principal.

Así que ahí estaba yo, el duende menos talentoso dentro del departamento de policía, con un bloc de notas y un bolígrafo, intentando desentrañar lo que debía ser el caso más polémico e intrigante en toda la historia del Polo Norte. El grupo de enajenados sospechosos estaba siendo retenido en el comedor principal y se componía de ocho renos, catorce duendes y nueve elfos, todos sentados en las mesas repartidas alrededor de la sala y dirigiéndome miradas de hastío cada pocos segundos. La semana de navidad siempre se redoblaba el trabajo para que las cosas estuviesen listas y dispuestas para el día veinticinco, era comprensible que todos estuviesen muertos después de ello.

—Cada uno será llamado por separado. El cuarto del departamento de nutrición nos servirá como sala de interrogatorios —dije—. Si este misterio no se resuelve, no salimos de aquí.

—¡Eh, pero es que no es justo que paguemos nosotros por ese drogata! —exclamó alguien al fondo—. Fijo se pegó una sobredosis y estamos intentando dilucidar algo que no tiene mayor misterio: que el Rodolfo era un imbécil integral.

Entrecerré los ojos y dirigí la mirada al duende bocón con la barba pintada de anaranjado que estaba hablando. Gruñí. Ese jovenzuelo descarriado sin respeto por la autoridad intentaba armarme a mí una revuelta.

—Ya se han hecho los exámenes pertinentes —le dije—. El reno no murió por las drogas, estaba limpio desde hacía dos meses. Sin embargo, se ha descubierto esto en la escena del crimen —saqué de mi bolsillo el bastón de caramelo a medio comer que estaba guardado herméticamente en una bolsa de plástico—, y pensamos que podrían ayudarnos a descubrir de quién es.

Aunque les parezca increíble, yo no era ningún idiota. Si les estaba mostrando eso era porque sabía que esas personas eran capaces de vender a quien fuese con tal de salir lo más pronto posible. Tenía a mi disposición un reporte de los últimos dulces despachados por la única tienda de golosinas que vendía bastones de caramelo en el Polo Norte y no me había costado desentrañar quién había sido el propietario inicial de los mismos. Sin embargo, poco se podía sospechar de un reno que se había roto el fémur hacía tres días y todavía estaba de reposo médico.

¿Quién había podido dejar esa evidencia en el lugar?

No lo sabía, pero estaba seguro de que había alguien allí que podía saberlo. Lo que faltaba era ver cuál de todos esos imbéciles picaba el anzuelo y hablaba más rápido. Quedaban doce horas para que fuese veinticinco de diciembre. Serían las doce horas más largas de toda mi existencia, pero valdrían la pena si por primera vez algo me salía bien.


¿Quién mató a Rodolfo?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora