''Quizás no se trate del final feliz, quizás se trate de la historia''

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La noche decaía funébre, la oscuridad depredaba fríamente las sombras, los movimientos, la viveza de la rebeldía que nacía en su sangre. Quería olvidarlo todo, volver a sentirse libre, volver a sentirse viva. La lluvia rebotaba sobre el asfalto de la arenosa carretera, vía libre de deambulación para sus débiles piernas. Como un espectro, vagaba sin rumbo fijo, descalza, sujetando en una mano los zapatos de tacón que habían causado las grietas que ensangrentaron sus delicados pies. Su rostro estaba ensuciado por el rimel que se había corrido en sus impenetrables ojos. Su semblante había perdido cualquier forma de expresividad, las lágrimas se habían llevado todo el dolor, todos los recuerdos. Ahora solo era un alma vacía, frágil. Era una flor marchita en medio de un mar oscuro, que se hundía paulatinamente. Cerró los ojos dejándose llevar por la suave brisa que acariciaba su mejilla como una ola, como un ángel que la aguardaba, como una señal que la animó a seguir adelante. Contempló a lo lejos la luz de la luna, que la acompañaba a cada paso que daba. Ella era la única que la comprendía, que no le temía, que no la huía. Sus cabellos sucios y revueltos caían sobre sus hombros y su pecho aún contenía una angustia que fue soltando en un largo suspiro, mientras que sus piernas comenzaron a fallarle. De pronto, se dejó caer sobre sus rodillas también doloridas.

-Querida Luna, no te vayas por favor, espera un poco. Yo soy solo una semilla que nunca llegó a convertirse en flor. Y tú, querida Luna, eres toda la luz que me ha dado la vida, cada gota de alegría dentro de mi ser, te la debo. Por favor, no te vayas, aún no.

-Pero está amaneciendo, debo irme dentro de poco, mi presencia aquí ya no significará nada- respondió la luna angustiada.

-De ser así, entonces, me iré contigo. Mi presencia aquí ya no significa nada, en realidad, nunca lo ha hecho.

El cielo comenzó a aclararse y la luz del sol asomaba ya en la lejanía, entonces una última lágrima cayó en el asfalto. Justo en aquel lugar, en el lugar de su primer beso. Ahora, podría volver a verla, podría abandonar todo esto y marcharse con ella, para siempre. Cerró fuertemente los ojos, pero ya ni siquiera tenía fuerza, su vagante mirada estaba llena de calma, y su mano, trémula, apretó el gatillo. Su cuerpo se desplomó sobre un charco de dolor, en el que flotaban los recuerdos que siempre había intentado olvidar, y por fin, lo había conseguido, se había liberado de ellos. La cálida luna la acogió entre sus brazos y una ola de paz y armonía las unió para siempre en el despertar de un sueño profundo. 

Relatos fúnebresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora