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Me angustiaba verme. Sobretodo por las mañanas, en la ducha, en verano, o al cambiarme de ropa. Los espejos, los evitaba. Si pasaba por donde sabía que había alguno, agachaba o giraba la cabeza; según conviniese. Siempre era un suplicio. Ya fuese verme la piel o escucharme respirar; pero especialmente era por ver, antes o después, aquella cosa que colgaba entre mis piernas.

Uno no elige lo que nace, ni cómo nace, pero quien toma estas elecciones, si es que alguien se encarga de hacerlo, a veces se equivoca. O puede que nuestra creación simplemente le pille cerrando los ojos en medio de un estornudo. Y quizás en algún momento de nuestras vidas descubramos que a través de otra persona o situación nos pida perdón. Pero el fallo, y el daño, ya está hecho.

Aunque la mayoría de la gente no lo entiende. No entiende que al igual que ellos no pueden evitar tener hambre, nosotros no podemos evitar sentir que no somos aquello que nuestro cuerpo dicta que deberíamos ser.

Y aquí viene lo peor: esa gente muchas veces no son extraños o desconocidos, son nuestros familiares y amigos.

¿Qué ocurre entonces? La soledad, la incomprensión, el aislamiento, la marginación. O por abreviarlo mejor: el sufrimiento.

Claro que hay excepciones donde el transexual recibe apoyo incondicional, pero lamentablemente son pocos los casos.

Como muchos, recibí insultos, humillaciones y platos en la cabeza cuando, un día que mi cerebro pensó que era mejor borrar de la memoria, les conté a mis padres que yo no era un hombre, sino (aún sólo por dentro) una mujer.

Dos días creo que tuve para buscar un lugar donde instalarme. Un amigo (poco amigo) de aquel entonces me acogió temporalmente en su casa. Luego descubrí sus verdaderas y macabras intenciones: el asunto le resultaba sexualmente morboso, y deseaba fervientemente que comenzase cuanto antes mi tratamiento hormonal.

Aquello me dio realmente miedo, pero necesitaba con urgencia aumentar mi economía para poder vivir por mi cuenta, y más de una vez me plantee la posibilidad de aceptar su dinero a cambio de darle lo que me pedía. Hasta que un día le dije que sí. Pero en medio de la faena me sentí sucia y utilizada. Acabé llorando y le rogué que, por favor, parásemos. Su respuesta fue "te he dejado vivir en mi casa y te he pagado mucho por esto. O seguimos, o te vas". Así fue como me volví a ver expuesta en la calle.

Por suerte, y esta fue una de las primeras veces que sentí que la vida me pedía disculpas, ese mismo día, un poco más tarde de la humillante situación, me llamaron por teléfono para un posible trabajo, y me pedían que me presentase unas horas después.

Fui, cargada con las maletas, a hacer la entrevista. Sucedieron entonces dos situaciones mágicas más: la entrevista fue un éxito, empezaba a trabajar al día siguiente. Por otro lado, se extrañó tanto la entrevistadora de verme con mi apresurada mudanza y los ojos hinchados, que me preguntó qué ocurría. Lo extraordinario, digo, fue que se lo expliqué todo como si nada; sin pararme si quiera a meditarlo, como un volcán que no puede contener su lava. Le expliqué lo de mi amigo poco amigo y mi situación personal en general, con esa extraña confianza que a veces aparece con alguien a quien acabas de conocer, y que parece que más que ante un desconocido estés ante un psicólogo (de esos a los que les interesas de verdad). Para asombro tardío mío (porque de estas cosas a veces te percatas después) no hubo rechazo, sino comprensión; incluso (creo que ella también sentía esa rara seguridad hacia mí) me propuso quedarme en su morada hasta que pudiese cobrar el primer sueldo y empezar a vivir por mi propio pie.

Así fue como conseguí un puesto en una grasienta hamburguesería y pude permitirme en poco tiempo un pequeño alquiler. Pero algo era algo, y eso era mejor que nada.

La comunidad de los inadaptadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora