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No había carruaje, pero rodaba igual. Ben estuvo conduciendo durante dos días en aquella destartalada furgoneta blanca suya. Con disimulo desde que el viaje había empezado, aspiraba la pestilente fragancia de aquel hombre (me había dicho a mí misma, ya con frialdad matutina, que en el amor no debía precipitarme) para averiguar si es que él había ambientado el vehículo, o era el vehículo el que le había apestado a él. Pero era tan confuso el quién había perfumado a quién, que abandoné la batalla. Además que con las horas mi nariz se había acabado acostumbrando.

A ratos, cuando la mente descansaba a cortos intervalos de tiempo, más quizás por agotamiento que por otra razón, me embobaba y me creía ver volando entre un mar de nubes, ingrávida, como un pájaro migrando hacia una tierra desconocida, impulsándose y confiando en la dirección a la que le lleva el viento, sin preocuparse si habrá agua allá a donde vaya, y sin pensar si le quemará el sol o no.

Que los viajes no son sólo físicos, sino que tienen alguna función mística, ya lo había oído. Sería por eso que nos pasamos la mayor parte del trayecto en silencio. Tan sólo lo rompimos en contadas ocasiones, como cuando nos pusimos de acuerdo para parar a comer algo, o cuando la naturaleza exigía sus necesidades. No sé dónde estaría aquel lugar, pero realmente debía de estar muy apartado. Hacía rato que había perdido todo rastro de civilización. El único vehículo en aquella carretera poco asfaltada era el suyo.

Dirigí mi mirada instintivamente hacia el reloj del coche, y me sorprendió lo que encontré: el reloj estaba tapado con un pedazo de cartón y sujeto con precinto. No obstante, no le di apenas importancia. Quizás simplemente el reloj estaba roto, o desprendía una luz molesta a la vista. Vaya uno a saber. Lo que estaba claro, recordé de repente, era que de aquel territorio no sabía apenas nada.

–¿Cuántos hay? –pregunté.

–¿Perdona?

–En aquel lugar, ¿cuánta gente hay?

–Depende, a veces más y a veces menos.

–¿Qué quieres decir?

–Que algunos se toman esto como un lugar de descanso social temporal, donde reflexionar. Estos se quedan una temporada, ayudando en todas las tareas, y nosotros les ayudamos a ellos y les damos cobijo y comida. Pero con una condición.

–¿Qué clase de condición?

–Que respeten todo lo que vean.

–Oh... –fue todo lo que supe decir.

Estuvimos un rato callados.

–¿Y que hay del resto?

–El resto amiga, estamos ahí porque no tenemos más remedio.

–¿Sois unos marginados?

–Depende de cómo se mire, sabemos que para la sociedad lo somos. Pero nosotros no lo vemos así.

–¿Cómo lo veis entonces?

–Pues... –alzó las manos, mostrando lo evidente del asunto– que estamos en el puto paraíso. ¡Que les jodan a todos, hombre!

Que les jodan a todos...

–A propósito, René... te presentaré como un "él".

–¿Por qué? –me enfadé. Se suponía que iba a allá para ser libre, no para que me volvieran a encerrar.

–Porque quiero que primero te sientas a gusto, confíes en nosotros, y seas tú misma, cuando lo consideres, la que se muestre como es.

Bueno, mirándolo bien, era coherente y hasta bonito aquello que acababa de decirme. Ay... suspiré de nuevo. Este hombre quizás sí sería mi hombre. (Sé que había pactado conmigo misma no acelerarme, pero las mujeres a veces somos así: no tenemos remedio). Ben hizo un gutural ruido con su conducto nasal y bucal, y aprovechando que tenía la ventanilla bajada, propinó al suelo un buen escupitajo. O quizás no, quizás habría otro hombre para mí. No obstante, mi duda principal seguía rondando por mi cabeza.

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⏰ Última actualización: Jan 15, 2017 ⏰

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