Los ribetes azules

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Quien atraviesa este tren de laminado, quien pasa entre las muelas del Gran Establecimiento Nocturno -donde se trituran las almas y la carne pende como jirones a un pordiosero- sufre demasiado, está demasiado sumido en el propio dolor para mirar, con ojos penetrantes y proféticos, a los pálidos verdugos que le están dando tormento. De no haber sido por ese sufrimiento que nos rebosaba hasta nublar la vista, ¡menudos cronistas habrían tenido nuestros torturadores!, porque, lo que es a ellos, nunca se les va a ocurrir hablar de sí mismos contando la verdad. Mas, por desgracia, aunque todo ex preso recuerda detalladamente la instrucción de su sumario, cómo lo coaccionaban y qué inmundicias le sacaron, es frecuente que del juez no recuerde ni siquiera el apellido, y si no se acuerda ni de eso, ¿cómo pretender que se hubiera detenido a estudiarlo como persona? Yo mismo, por ejemplo, puedo recordar más cosas y cosas más interesantes de cualquier compañero de celda que del capitán de la Seguridad del Estado Yézepov, ante el cual tantas veces estuve sentado a solas en su despacho. Sin embargo, todos compartimos un recuerdo, único y fiel a la realidad: era un pudridero, un espacio completamente infectado de podredumbre. Pasadas unas décadas, sin ningún rescoldo ya de rencor o de rabia, con el corazón reposado, conservamos esta firme impresión: eran hombres malvados, indignos, indecorosos, y, tal vez, descarriados. Conocida es la ocasión en que Alejandro II -un zar fustigado por los revolucionarios, a quien por siete veces intentaron dar muerte- visitó la prisión preventiva de la calle Shpa-lérnaya (tía de la Casa Grande) y mandó que lo encerraran en el calabozo 227, donde permaneció más de una hora. Quería comprender qué pasaba por la cabeza de aquellos a quienes tenía allí encerrados. No se puede negar que, partiendo del monarca, se trataba de un gesto moral, de una necesidad e intento de ver la cuestión desde un punto de vista espiritual. Pero sería imposible imaginar a ninguno de nuestros jueces de instrucción, desde Abakúmov hasta el mismo Beria, deseando, aunque sólo fuera por una hora, meterse en la piel de un preso, encerrarse y reflexionar en solitario. Su cargo no les exige ser personas instruidas, de amplia cultura y espíritu abierto, y no lo son. No se les exige pensar de forma lógica, y no lo hacen. Su cargo sólo exige que cumplan minuciosamente el reglamento y que sean insensibles al sufrimiento ajeno. Eso sí saben hacerlo. Quienes hemos pasado por sus manos nos sofocamos sólo de pensar en ese colectivo, carente hasta tal punto de nociones comunes a todo el género humano, que está en los mismos cueros. Si podía haber alguien capaz de ver claro que las causas se exageraban, ése era precisamente el juez de instrucción. Salvo en las reuniones de trabajo, no puede ser que los jueces dijeran en serio, entre sí y para sí mismos, que estaban desenmascarando criminales. Y pese a ello, folio a folio, iban llenando sumarios para que nos pudriéramos en los campos. Es, ni más ni menos, la ley de los bajos fondos: «¡Hoy muérete tú, que yo me espero a mañana!». Eran conscientes de que las causas se exageraban y sin embargo seguían con ello, año tras año. ¿Cómo se explica? O bien renunciaban a pensar (con lo cual dejaban de ser personas), o bien simplemente aceptaban que así debía ser, que quien les redactaba las instrucciones no podía equivocarse. Pero, si no me falla la memoria, los nazis también usaban esta argumentación. Es imposible evitar la comparación entre la Gestapo y el MGB: hay demasiadas coincidencias, tanto en los años como en los métodos. Más natural aún es que las comparen quienes han pasado por la Gestapo y por el MGB, como Yevgueni Ivánovich Dívnich, un emigrado. La Gestapo lo acusó de actividades comunistas entre los obreros rusos de Alemania; el MGB de contactos con la burguesía mundial. Tras comparar, Dívnich saca una conclusión desfavorable para el MGB: aunque en ambas partes torturaban, la Gestapo buscaba la verdad y, cuando la acusación quedó refutada, soltaron a Dívnich. El MGB no buscaba la verdad y cuando agarraba a uno no estaba dispuesto a soltarlo de sus garras. O puede que actuaran movidos por la Doctrina Progresista, por una ideología sólida como el granito. En el siniestro Orotukán (Comando Disciplinario de Kolymá, en 1938), el juez de instrucción, conmovido por la facilidad con que M. Lurié director del combinado industrial de Krivói Rog- había accedido a firmar el sumario para una segunda condena en los campos, aprovechó el rato que le sobraba para sincerarse: «¿Acaso crees que disfrutamos empleando medidas? (Una forma eufemística de llamar a la tortura.) Pero debemos hacer lo que nos exige el partido. Dime tú, que eres de los viejos militantes, ¿qué harías en nuestro lugar?». Al parecer, Lurie estuvo a punto de darle la razón (si antes había firmado sin rechistar, quizá era porque ya pensaba así). Realmente eficaz. De todos modos, lo más habitual era el cinismo. Los ribetes azules sabían cómo funcionaba la picadora de carne y les gustaba. En los campos de Dzhidá (1944), el juez Mironenko, enorgulleciéndose de la lógica de su razonamiento, le dijo a Babich, cuya suerte ya estaba decidida: «La instrucción y el juicio no son más que formas jurídicas que ya no pueden cambiar su destino, trazado de antemano. Si hay que fusilarle, aunque sea usted absolutamente inocente le fusilaremos de todos modos. Y si es necesario absolverle (aquí, por supuesto, se refería a los suyos - A.S.), por más culpa que tenga usted, quedará limpio y le absolveremos». El jefe de la primera Sección de Instrucción de la Seguridad del Estado en la región del Kazajstán occidental, Kushnariov, se lo dejó así de claro a Adolf Tsivilko: «¡Cómo te voy a soltar si eres de Leningrado!». (Es decir: un veterano del partido.) «¡Quien tiene un hombre tiene una causa!», así bromeaban muchos de ellos, éste era el refrán del gremio. Lo que para nosotros era tortura, ellos lo llamaban trabajo bien hecho. La esposa del juez Nikolái Grabischenko (Canal del Volga) decía enternecida en el vecindario: «Mi Kolia es muy buen funcionario. Había uno que llevaba mucho tiempo negándose a confesar y se lo dejaron a Kolia. Kolia habló con él toda la noche y el hombre confesó». ¿Por qué se lanzaron todos con tanto celo a la caza, no de la verdad, sino de cifras de individuos filtrados por la máquina y condenados? Pues porque así era más cómodo, porque así no ibas a contracorriente de todos los demás. Porque estas cifras significaban una vida apacible, pagas extras, condecoraciones y ascensos, así como el crecimiento y prosperidad de los propios Órganos. Las cifras altas permitían también haraganear y hacer chapuzas, e irse de juerga por la noche (y vaya si lo hacían). En cambio, las cifras bajas conducían al despido y a la degradación, a la pérdida de su pesebre, pues Stalin jamás habría podido creer que en un determinado distrito, ciudad o unidad militar no hubiera enemigos. Así se explica que no se despertara en ellos un sentimiento de compasión, sino de amor propio herido e irritación cuando los detenidos, tozudos y malintencionados, no querían convertirse en cifras, no cedían ni a la privación de sueño, ni al calabozo, ni al hambre. ¡Al negarse a confesar estaban minando la posición personal del juez de instrucción! ¡Era como si quisieran tumbarlo a él! Puestas así las cosas, cualquier medio era válido. ¡En la guerra como en la guerra! ¡Chupa esa manguera, toma agua salada! Apartados, por el oficio y la vida que habían elegido, de la esfera superior de la existencia humana, los funcionarios de la Institución Azul poblaban, con tanta mayor plenitud y avidez, la esfera inferior. Y en ella vivían dominados y regidos por los más fuertes instintos (después del hambre y el sexo) de dicha esfera inferior: el poder y la codicia. (Sobre todo el poder. En nuestras décadas es más importante que el dinero.) El poder es un veneno conocido desde hace milenios. ¡Ojalá nadie pudiera jamás tener poder material sobre los demás! Sinembargo, para el hombre que cree en algo superior a todos nosotros y que tiene por tanto conciencia de sus propias limitaciones, el poder no resulta mortífero. Por el contrario, para las personas sin esfera superior es un veneno letal. No pueden escapar a su contagio. ¿Recuerdan lo que dijo Tolstói sobre el poder? En razón de su cargo al servicio del Estado, Iván Ilich tenía la posibilidad ¡de causar la perdición de todo hombre que quisiera! Todos sin excepción estaban en sus manos. A cualquiera, aunque fuera la persona más importante, podían traerlo a su presencia en calidad de acusado. (¡Pero si es igual que nuestros azules! ¡Ya está todo dicho!) La conciencia de este poder («y la posibilidad de mostrarse clemente», precisa Tolstói, aunque esto ya no tiene nada que ver con nuestros bravos mozos) constituía para él el principal interés y el atractivo de su trabajo. Atractivo es poco: ¡Embriaguez! Porque es para que se te suba a la cabeza: aún eres joven, digamos entre paréntesis que un mocoso, hasta hace muy poco tus padres estaban desesperados contigo, no sabían qué hacer de un tonto que no quiere estudiar, pero tres añitos en cierta academia, ¡y mira cómo has adelantado! ¡Cómo ha mejorado tu posición en la vida! ¡Cómo se han transformado tus movimientos y tu mirada, el porte con que vuelves la cabeza! Hay una reunión del consejo científico de un instituto, entras tú y todos se dan cuenta, hasta tiemblan; y no te acomodas en el sillón presidencial, no, que sude la camiseta el rector. Tú te sientas a un lado, pero todos saben que el personaje principal eres tú, el de la Sección Especial. Puedes estarte cinco minutitos y marcharte (ésta es tu ventaja sobre los profesores, a ti pueden reclamarte asuntos más importantes), pero luego, al leer su resolución fruncirás el ceño (o, mejor aún, los labios) y le dirás al rector: «Imposible. Hay razones que...». ¡Y no se hable más! ¡Asunto resuelto! O bien eres del SMERSH, de las Secciones Especiales, aunque sólo teniente, a pesar de lo cual el viejo y corpulento coronel, el jefe de la unidad, se pone en pie cuando tú entras, procura adularte, complacerte, y no se le ocurrirá tomarse una copa con el jefe del Estado Mayor sin antes invitarte. No importa que sólo tengas dos estrellas pequeñas, incluso resulta divertido: tus estrellitas tienen un peso del todo distinto, se. miden con una escala del todo distinta de la de los oficiales corrientes (a veces, en misiones especiales, se te permitirá engancharte otras estrellas, por ejemplo las de comandante, como si fuera un seudónimo o una señal convenida). Tu poder sobre todo el personal de esta unidad militar, de esta fabrica o de este distrito llega a tener una hondura incomparablemente mayor que el poder del comandante, del director o del secretario del comité de distrito. Ellos disponen del trabajo, el salario y el buen nombre de sus subordinados; tú dispones de su libertad. Nadie se atreverá a hablar de ti en una reunión, nadie se atreverá a escribir sobre ti en un periódico. ¡Y no solamente mal! ¡Tampoco se atreverán a hablar bien! ¡Eres como una divinidad arcana, no se te puede ni nombrar! ¡Tú estás ahí, y todos advierten tu presencia, pero es como si no estuvieras! Ésta es la razón por la cual, desde el momento en que te cubres con esa gorra celeste, te hallas por encima del poder visible. Nadie osará controlar lo que t ú haces, pero toda persona puede ser sometida a tu control. Por esto, ante los llamados ciudadanos sencillos (que para ti son simples tarugos) lo más digno es adoptar una expresión profunda y enigmática. Porque tú eres el único que conoce las razones especiales, nadie más. Y por eso siempre tienes razón. Pero no olvides nunca que tú también habrías sido un tarugo como los demás de no haber tenido la suerte de convertirte en un pequeño engranaje de los Órganos, de ese ser vivo, integral y flexible que habita en el Estado como la solitaria en el cuerpo del hombre. ¡El mundo es tuyo! ¡Para ti todo! ¡Con tal que seas fiel a los Órganos! ¡Siempre saldrán en tu defensa! ¡Y te ayudarán a tragarte a quien te ofenda! ¡Y apartarán cualquier obstáculo de tu camino! ¡Pero sé fiel a los Órganos! ¡Haz todo lo que ellos te manden! Ellos serán quienes decidan por ti qué lugar debes ocupar: hoy eres de la Sección Especial, mañana ocuparás el sillón del juez de instrucción y más tarde puede que vayas de etnógrafo a la región del lago Seliguer (como Ilin en 1931), en parte quizá para que te cuides los nervios. Puede también que te saquen de la ciudad, donde has adquirido ya demasiada fama, y te envíen al otro extremo del país como delegado para asuntos de la Iglesia (Vol-kopiálov, el feroz juez de Yaroslavsk, fue enviado como tal a Moldavia). O que te conviertas en vocal de la Unión de Escritores (otro Ilin, Viktor Nikolayevich, ex teniente general de la Seguridad del Estado). No te asombres de nada: el peso y valía verdaderos de cada hombre sólo lo conocen los Órganos. Y a todos los demás simplemente les están dejando que jueguen. No importa que seas un artista emérito o un héroe del agro socialista, basta un soplo para quedesaparezcas. («¿Quién eres tú?», preguntó el general Serov a Timoféyev-Ressovski, un biólogo de fama mundial interrogado en Berlín. «Y tú ¿quién eres?», respondió sin desconcertarse Timoféyev-Ressovski, con esa intrepidez cosaca que le venía de familia. «¿Es usted un científico?», rectificó Serov.) Ni que decir tiene que la labor del juez de instrucción requiere esfuerzo: hay que estar en el trabajo de día y también de noche, hay que pasarse ahí horas y horas, aunque no hasta el punto de devanarte los sesos buscando «pruebas» (para eso, que se rompa los cascos el acusado), o debatirse sobre la culpabilidad o inocencia del detenido. Basta con que hagas lo que conviene a los Órganos y todo irá a pedir de boca. De ti depende que la instrucción de la causa resulte lo más agradable posible, sin cansarse demasiado y, siempre que se pueda, sacar de ella algún provecho, o si no, pasar al menos un buen rato. ¡Cansado de estar sentado se te ocurre de pronto una nueva medida! ¡Eureka! Llama por teléfono a los amigos, ve a contarlo por todos los despachos, ¡vaya panzada de reír! Oye, vamos a probarlo, ¿con quién lo estrenamos, muchachos? Y es que uno se aburre de estar siempre con lo mismo, te aburres de esas manos temblorosas, esos ojos suplicantes, esa cobarde sumisión, ¡si por lo menos hubiera alguien que ofreciera resistencia! «¡Me gustan los adversarios fuertes! ¡Es un placer partirles el espinazo!» (le dijo a G.G-v. el juez de Leningrado Shítov). ¿Y si es tan fuerte que no hay forma de doblegarlo? ¿Y si ninguno de tus métodos da resultado? ¿Te saca de quicio? ¡Pues adelante, no contengas tu rabia! ¡Es un placer inmenso, es el éxtasis! ¡Dar rienda suelta a tu rabia, sin trabas! ¡En este estado es cuando le escupes en la boca al maldito acusado! ¡Le hundes la cara en una escupidera llena! (Eso es lo que le hizo Vasíliev a Ivanov-Razúmnik.) ¡En este estado es cuando arrastran a los sacerdotes por la trenza! ¡Y se mean en la cara del arrodillado! ¡Cuando has descargado tu rabia, te sientes como si fueras más hombre! O bien interrogas a una muchacha arrestada «casada con un extranjero» (Esfir R., 1947). Tras haberle dicho todo tipo de palabrotas, le preguntas: «¿Es que tu norteamericano tenía la... de diamantes, o qué? ¿Qué te pasa, no te basta con los rusos?». Y de pronto se te ocurre una idea: alguna cosita habrá aprendido de esos extranjeros. No hay que perder la ocasión: es como ir a otro país en comisión de servicio. Y empiezas a preguntarle con ardor: ¿Cómo? ¿En qué postura? ¿En cuál más? ¡Con detalles! ¡Hasta lo más insignificante! (¡Me servirá a mí y se lo contaré a los muchachos!) La joven, se ha puesto roja y responde entre sollozos que eso no tiene nada que ver con el caso. «¡Sí tiene que ver! ¡Cuenta!» ¡Fíjate cuánto poder tienes! Te lo contará con pelos y señales, si quieres hasta te lo dibujará, o si quieres también te lo demostrará con el cuerpo. No tiene otra alternativa: en tus manos está su calabozo y la duración de su condena. Si llamas a una taquígrafa para que tome el interrogatorio (el juez Pojilko, de la Seguridad del Estado de Kemerovo) y resulta que no está mal, métele mano ahí mismo, en el pecho, aunque sea ante el crío que estás interrogando (el colegial Misha B.). Los acusados no son personas, no hay que tenerles vergüenza. Y además, ¿vergüenza de qué? Si te van las faldas (¿a quién no?), tonto serías si no aprovecharas tu posición. A unas les atraerá tu poder, otras cederán por miedo. Si en alguna parte te encuentras con una muchacha y te entra el capricho, será tuya, no tendrá otro remedio. Si pones la vista en la esposa de cualquier otro, ¡es tuya!, pues no cuesta nada quitar de en medio al marido. Hace tiempo que tengo el argumento para un relato: «La esposa echada a perder». Pero está visto que no lo voy a escribir. Aquí está: Antes de la guerra de Corea, en una unidad aérea del Extremo Oriente, un teniente coronel se entera, al volver de un viaje en comisión de servicio, de que su esposa está en el hospital. Los médicos no le ocultan lo sucedido: su esposa tiene los genitales lesionados a causa de un trato patológico. El teniente coronel la emprende con su mujer y consigue que confiese: ha sido el teniente de la Sección Especial de su unidad (aunque, al parecer, no sin cierto consentimiento por parte de ella). Fuera de sí, el teniente coronel va al despacho de aquel hombre, saca la pistola y amenaza con matarle. Pero en poco tiempo el teniente consigue bajarle los humos y hacerlo salir del despacho mísero y apaleado: lo ha amenazado con enviarlo a un campo tan horrible que suplicará que le permitan morir sin más sufrimientos. Le ordena que acepte a su esposa tal como la ha dejado (con sus lesiones irreversibles), que viva con ella y que no se atreva a divorciarse ni a quejarse. ¡Ese era el precio para poder seguir en libertad! Y el teniente coronel así lo cumplió. (Me lo contó el chófer de ese teniente de la Sección Especial.) No debieron faltar casos como éste, porque se trata del  terreno donde más tentador resulta utilizar el poder. En 1944 un agente de la Seguridad del Estado obligó a casarse con él a la hija de un general del Ejército, amenazándola con encarcelar al padre. La muchacha tenía novio, pero se casó con el agente para salvar a su padre. Durante el breve tiempo que duró el matrimonio, llevó un diario íntimo, que entregó a su amado para luego suicidarse. No, para saber lo que significa llevar una gorra azul hay que haberlo vivido. ¡Cualquier cosa que veas es tuya! ¡Cualquier vivienda a la que hayas echado el ojo, es tuya! ¡Cualquier mujer, es tuya! ¡Cualquier enemigo es barrido de tu camino! ¡La tierra bajo tus pies es tuya! ¡El cielo sobre tu cabeza es tuyo, por algo también es azul! El afán de lucro es común a todos ellos. ¿Cómo no aprovechar semejante poder y semejante falta de control para enriquecerse? ¡Habría que ser un santo! Si nos fuera dado conocer el móvil oculto de cada detención veríamos con asombro que, si bien encarcelar era una consigna general, la elección de la persona concreta a quien encarcelar y su destino particular dependían, en tres casos de cada cuatro, de la codicia y el espíritu de venganza, y que de estos arrestos la mitad se debía al cálculo egoísta del NKVD local (y del fiscal, naturalmente, no vamos a dejarlo aparte). Por ejemplo, ¿cómo empezaron los diecinueve años de periplo de Vasili Grigórievich Vlásov por el Archipiélago? Pues ocurrió que, siendo Vlásov director de la cooperativa de consumo del distrito, organizó una venta de telas para los miembros del partido (nadie se indignó porque fuera una venta cerrada al público). La esposa del fiscal Rúsov se quedó sin, porque no pudo estar presente y al fiscal le dio vergüenza acercarse en persona al mostrador, al tiempo que a Vlásov no se le ocurrió decirle que «ya le guardaría algo» (además, no iba con su carácter decir cosas así). Pero eso no es todo: en otra ocasión, el fiscal Rúsov había llevado a un comedor para militantes del partido a un amigo suyo que no estaba registrado en el establecimiento (porque tenía un rango inferior al exigido). Como el gerente del comedor no permitió que le sirvieran comida a su amigo, el fiscal exigió a Vlásov que le impusiera una sanción administrativa, cosa que Vlásov no hizo. A esto hay que añadir aún otro episodio más, por el que el NKVD del distrito se sintió gravemente ultrajado. ¡Lo acusaron por oposición de derecha! Los actos y motivaciones de los ribetes azules son tan mezquinos que uno se lleva las manos a la cabeza. El delegado operativo Senchenko le confiscó a un oficial arrestado el portamapas y la cartera de campaña y comenzó a hacer uso de ellas en su presencia. A otro arrestado le requisó unos guantes de fabricación extranjera valiéndose de una triquiñuela en el sumario. (Siempre que el ejército avanzaba, les reconcomía pensar que no eran los primeros en llegar al botín.) El agente del contraespionaje del 48º Ejército, que me detuvo a mí, se enamoró de mi pitillera, que ni siquiera era tal, sino una cajita de la intendencia alemana, eso sí, de un llamativo color carmesí. Y para poder quedarse con esta mierda se entretuvo en montar toda una maniobra administrativa: primero no la hizo constar en el acta («esto puede usted quedárselo»), luego ordenó que me cachearan de nuevo sabiendo de sobras que no llevaba nada más en los bolsillos. «Ah, ¿esto qué es? ¡Quitádselo!» Y para que yo no protestara: «¡Al calabozo con él!». (¿Qué gendarme zarista se habría atrevido a proceder así con un defensor de la patria?) A cada juez de instrucción se le asignaba cierta cantidad de cigarrillos para premiar a los que confesaban y mimar a los chivatos. Había jueces que se los quedaban todos. Incluso hacían trampas con las horas nocturnas, que les pagaban como extras: en las actas redactadas de noche habíamos observado que estiraban las horas ahí donde ponía «desde» y «hasta». El juez Fiódorov en persona (apeadero de Reshety, apartado de correos n° 235) robó un reloj de pulsera al practicar un registro en casa de Korzujin, que ni siquiera estaba arrestado. Durante el cerco de Leningrado, el juez Ni-kolái Fiódorovich Kruzhkov le dijo a Yelizaveta Víktorovna Strájovich, esposa del acusado K.I. Strájovich: «Necesito una manta acolchada. ¡Tráigamela!». Ella respondió: «La habitación donde guardo la ropa de abrigo está precintada». Entonces fueron los dos a la casa y, sin romper los precintos de plomo, el juez destornilló el tirador de la puerta («¡Así trabaja el NKVD!», le decía alegremente) y empezó a sacar la ropa de invierno, metiéndose de paso en el bolsillo alguna pieza de cristalería (a su vez, Y.V. sacó también tantas cosas como pudo, al fin y al cabo eran suyas. «¡Basta de llevarse cosas!», la frenó el juez, mientras él seguía arramblando). En 1954 esta mujer enérgica e implacable testificó en el juicio contra Kruzhkov (aunque el marido lo había perdonado todo, incluso su condena a muerte, e intentó convencerla de que desistiera). Como sea que no era el primer caso en que Kruzhkov había procedido así, y ello perjudicaba los intereses de los órganos, lo condenaron a veinticinco años. ¿Los cumplió? Casos como éste son innumerables, podrían publicarse mil «Libros blancos» (empezando en 1918). Bastaría con entrevistar sistemáticamente a los antiguos presos y a sus esposas. Es posible que hubiera o que siga habiendo ribetes azules que nunca robaran ni se apropiaran de nada, ¡pero decididamente no soy capaz de imaginármelos! No me cabe en la cabeza que con su forma de pensar puedan sentir algún reparo si una cosa les gusta. A principios de los años treinta, cuando nosotros vestíamos el uniforme del Komsomol y trabajábamos para el primer Plan Quinquenal, ellos se pasaban las tardes en salones aristocráticos al estilo occidental -como ocurría en el piso de Koncordia Iossé- y sus damas se pavoneaban con atavíos extranjeros, ¿de dónde salía todo esto? ¡Y qué apellidos! ¡No parece sino que los reclutasen por el apellido! Por ejemplo, a principios de los años cincuenta en la Seguridad del Estado de Kemerovo el fiscal se llamaba Trút-nev [zángano], el jefe de la sección de instrucción era el comandante Shkurkin [pellejo], su adjunto era el teniente coronel Balandin [bodrio] y el juez de instrucción se apellidaba Sko-rojvátov [agarrapronto]. ¡Ni que lo hubieran hecho a posta! ¡Y todos en un mismo sitio! (Ya hemos hablado antes de Gra-bíschenko [saqueador] y Volkopialov [revientalobos].) ¿Cómo no van a querer decir nada tantos apellidos así y tan concentrados? Topamos una vez más con la mala memoria del arrestado: Iván Koméyev ha olvidado el nombre de aquel coronel de la Seguridad del Estado, amigo de Koncordia Iossé (resultó ser una conocida común), que estuvo encerrado con él en el izoliator de Vladímir. Este coronel era la viva encarnación del instinto del poder y el de codicia. A principios de 1945, en la época dorada del «botín», pidió el traslado a una unidad de los Órganos (encabezada por el propio Abakúmov) que controlaba el pillaje, es decir, que procuraba arrebatar cuantos más bienes mejor, pero no para el Estado sino para apropiárselos (y no se les daba nada mal). Nuestro héroe rapiñaba por vagones enteros y se construyó varias dachas* (una de ellas en Klin). Después de la guerra vivía tan a lo grande que una vez, tras llegar a la estación de Novosibirsk, mandó que echaran a todos los clientes del restaurante e hizo que les trajeran a él y a sus compañeros de juerga chicas y mujeres, a las que obligó a bailar desnudas encima de las mesas. Pero eso se lo habrían pasado por alto, de no haber infringido también -lo mismo que Kruzhkov- una ley importante: actuó contra los suyos. Aquél había engañado a los órganos, pero éste hizo algo quizá peor: apostó que seduciría no a las esposas de ciudadanos corrientes, sino de sus camaradas chekistas. ¡Eso no se lo perdonaron! ¡Fue encerrado en un izoliator político por el Artículo 58! Estaba furioso porque habían osado encerrarlo y no dudaba de que cambiarían de parecer. (Es posible que así fuera.) Así pues, los ribetes azules también pueden dar con sus huesos en prisión, y este fatal destino no es algo tan infrecuente. Y aunque no tienen una auténtica garantía contra ello, por la razón que sea, no escarmientan con las lecciones del pasado. De nuevo, seguramente se deba a su carencia de un raciocinio superior, mientras que el raciocinio inferior les dice: sucede pocas veces, son casos aislados, a mí no me tocará, y además no creo que los nuestros me abandonen. Efectivamente, los suyos procurarán no dejarlo en la estacada, tienen un acuerdo tácito: si va a estar en la cárcel, al menos, procurarle una situación privilegiada (como hicieron con el coronel I.Y. Vorobiov en la prisión especial de Már-fino; o en la Lubianka con ese mismo V.N. Ilin, del que hemos hablado, durante más de ocho años de condena). Gracias a esta previsora política de casta los que son encarcelados individualmente por sus errores personales no suelen pasarlo mal, lo cual explica la sensación de impunidad que sienten a diario en su trabajo. No obstante, se sabe de algunos casos de delegados operativos enviados a cumplir condena en campos comunes, donde incluso se encontraron con antiguos zeks que habían tenido bajo su férula. Estos sí que lo pasaban mal. (Por ejemplo el óper* Munshin, que odiaba ferozmente a los presos del Artículo 58 y se apoyaba en los delincuentes comunes. Estos mismos presos comunes se cebaron con él hasta que se refugió bajo los catres.) Sin embargo, no disponemos de medios para conocer más detalles y por tanto no nos es posible explicar estos casos. Los que sí se lo juegan todo son los chekistas que caen en una riada -¡porque también ellos tienen sus riadas propias! La riada es una fuerza de la naturaleza, algo incluso superior a los propios Órganos. Dentro de una riada nadie puede ayudarte porque también podría verse arrastrado al abismo. Pero en el último instante, si uno dispone de buena información y de un fino olfato de chekista, es posible escapar del alud demostrando no tener ninguna relación con él. Así, el capitán Sayenko (no se trata del carpintero-chekista de Jarkov, famoso en 1918-1919 por fusilar a la gente, traspasar cuerpos con el sable, romper tibias, aplastar cráneos con pesas y provocar quemaduras, pero, ¿será quizá algún pariente?) tuvo la debilidad de casarse, por amor, con una empleada del Ferrocarril Chino-Oriental apellidada Kojanskaya. Y de pronto, cuando la ola apenas había empezado a crecer, se enteró de que iban a detener a los del ferrocarril. En aquella época era jefe de la Sección de Operaciones en la GPU de Arján-guelsk. ¿Y saben ustedes qué es lo que hizo sin pérdida de tiempo? ¡Pues encarcelar a su querida esposa! Y ni siquiera como empleada del FCHO sino fabricando una causa contra ella. El no sólo salvó el pellejo, sino que ascendió en el escalafón hasta ser jefe del NKVD en Tomsk. (Otro argumento para un relato, ¡hay tantos aquí! Quizá puedan serle útiles a alguien.) Las riadas nacían por una enigmática ley de regeneración de los Órganos, un pequeño sacrificio ritual que se ofrecía periódicamente para que quienes quedasen parecieran purificados. Los Órganos debían regenerarse con mayor rapidez con la que crecen y envejecen las generaciones humanas: del mismo modo que el esturión va a morir entre las piedras del río para dejar paso a los alevines, manadas enteras de agentes debían sucumbir con una periodicidad inexorable. Por mucho que para la razón suprema ésta fuera una ley indiscutible, los de azul eran reacios a admitirla o cuanto menos tenerla en cuenta. Mas en vano: cuando sonaba la hora designada por los astros, los reyes y ases de los Órganos, y hasta los propios ministros, no tenían más remedio que depositar la cabeza en su propia guillotina. Yagoda arrastró consigo una de ésas manadas. Seguramente en ella cayeron muchos de aquellos hombres célebres que suscitan nuestra admiración cuando hablamos del Canal del mar Blanco. Más adelante sus nombres serían tachados de los panegíricos. El segundo majal llegó poco después, con el efímero Ezhov. En él sucumbieron algunos de los mejores paladines de 1937 (aunque no hay que exagerar: faltó un buen trecho para que se tratara de todos). Al propio Ezhov lo golpearon durante la instrucción hasta dejarlo con un aspecto lamentable. Con estos encarcelamientos quedó huérfano el propio Gulag. Por ejemplo, junto con Ezhov entraron en prisión el jefe del Departamento Financiero del Gulag, el de la Dirección de Sanidad, el de la VOJR,47 e incluso el jefe de la Sección Operativa de la Cheká en el Gulag, ¡el jefe de todos los compadres[ccc] de todos los campos! Luego vendría la manada de Beria. En cuanto al obeso Abakúmov, tan seguro de sí mismo, éste ya había tropezado mucho antes él solo. Algún día, quienes escriban la historia de los Órganos (si antes no hay quien prenda fuego a los archivos) nos lo contarán paso a paso, nos sorprenderán con cifras y nombres. Yo sólo voy a contar aquí muy poco, algo que conocí por casualidad sobre la historia de Riumin y Abakúmov. (No voy a repetir lo que ya tuve ocasión de decir en otra de mis obras.) Promocionado por Abakúmov y convertido en miembro de su círculo de colaboradores, a finales de 1952 Riumin comunicó a éste una sensacional noticia: el profesor Étinguer confesaba haber prescrito a Zhdánov y a Scherbakov un tratamiento contraindicado (para asesinarlos). Abakúmov, que conocía los entresijos de la casa, se negó a darle crédito y decidió que Riumin estaba pasándose de la raya. (¡Pero en realidad Riumin percibía mejor que él los deseos de Stalin!) Para asegurarse, aquella misma noche sometieron a Étinguer a un interrogatorio cruzado del que sacaron conclusiones distintas: Abakumov, que no existía ningún «complot de los médicos»,* y Rjumin, que sí existía. El caso debía ser sometido a examen una vez más a la mañana siguiente, pero, a causa de las prodigiosas peculiaridades de la Institución Nocturna, ¡Étinguer murió aquella misma noche! Por la mañana, pasando por encima de Abakumov y sin que éste se enterara, ¡Riumin telefoneó al Comité Central y pidió audiencia con Stalin! (Creo que no fue éste su paso más audaz. Lo audaz -porque con ello se jugaba la cabeza- fue haberse mostrado en desacuerdo con Abakumov la noche antes, o quizás el asesinato nocturno de Étinguer. ¡Pero quién conoce los secretos de la Corte! ¿Y si antes ya se había puesto de acuerdo con Stalin?) Stalin recibió a Riumin, dio luz verde al asunto de los médicos y arrestó a Abakumov. A continuación, Riumin llevó la causa de los médicos con cierta independencia, ¡a despecho incluso de Beria! (Hay indicios de que, poco antes de la muerte de Stalin, Beria ya estaba en la cuerda floja, y es probable que Stalin fuera eliminado por mediación suya.) Uno de los primeros pasos del nuevo gobierno fue abandonar el caso de los médicos. Entonces fue arrestado Riumin (con Beria aún en el poder), ¡pero Abakumov no fue puesto en libertad! En la Lubianka se estableció un nuevo orden de cosas: por primera vez en toda su historia un fiscal (D.P. Térejov) franqueba su puerta. Riumin se mostraba inquieto a la vez que servil («soy inocente, me habéis encerrado sin motivo») y pidió que le tomaran declaración. Siguiendo su costumbre, Riumin chupaba un caramelo, pero a una observación de Térejov, lo escupió en la palma de la mano diciendo: «Disculpe». Por su parte, Abakumov, como ya hemos mencionado, estalló en carcajadas: «¡Me estáis tomando el pelo!», a lo que Térejov respondió mostrándole la autorización que había obtenido para inspeccionar la cárcel interna del MGB. «¡Certificados como éste se pueden hacer quinientos!», contestó Abakumov con un ademán. Era tal su apego a la institución, que lo que más le agraviaba no era estar en la cárcel, sino que atentaran contra los Órganos, que no debían someterse a nada de este mundo. En julio de 1954, Riumin fue juzgado (en Moscú) y fusilado. ¡Y Abakúmov continuó preso! Durante su interrogatorio le soltó a Térejov: «Tienes los ojos demasiado hermosos, ¡qué pena me va a dar fusilarte! Apártate de mi sumario, márchate por las buenas». En una ocasión, Térejov lo mandó llamar y le dio a leer un periódico donde se comunicaba que Beria había sido desenmascarado. Por aquel entonces, aquello era una noticia sensacional, casi cósmica. Pero Abakúmov lo leyó sin que le temblaran las cejas siquiera, pasó de hoja ¡y empezó con la sección de deportes! En otra ocasión, cuando asistía al interrogatorio un importante funcionario de la Seguridad del Estado, hasta hacía poco subordinado de Abakúmov, éste le preguntó: «¿Cómo habéis podido consentir que el sumario de Beria no lo lleve el MGB sino la fiscalía? (¡Siempre remachando el mismo clavo!) ¿Y crees que me van a juzgar a mí, al Ministro de la Seguridad del Estado?». «Pues, sí.» «Entonces ya te puedes ir poniendo la chistera,[eee] ¡se acabaron los Órganos!» (Aquel inculto correo militar, qué duda cabe, se tomaba las cosas demasiado a la tremenda.) Dentro de la Lubianka, lo que Abakúmov temía no era que lo juzgaran, no, lo que temía era que lo envenenaran (¡otra muestra de que era digno hijo de los órganos!) Por eso empezó a rechazar rotundamente la comida de la cárcel y sólo se alimentaba con los huevos que compraba en la cantina (su preparación técnica era insuficiente: creía que los huevos no se pueden envenenar). De la riquísima biblioteca de la Lubianka sólo tomaba libros... de Stalin (¡el que lo había metido en la cárcel!). Bueno, seguramente eso era una pose, o quizás un cálculo, pensando que los partidarios de Stalin acabarían tomándose la revancha. Se pasó dos años en la cárcel. ¿Por qué no lo soltaban? No es una pregunta tan ingenua. Si contamos sus crímenes contra la Humanidad, la sangre le cubría más arriba de la cabeza, ¡pero es que él no era el único! Y en cambio, todos los demás seguían como si nada. Aquí topamos con otro misterio: corre el sordo rumor de que, en su día, había dado una paliza a Liuba Sedij, la nuera de Jruschov, la esposa de su hijo mayor, condenada en la época de Stalin a un batallón disciplinario, donde murió. Ello explica por qué Abakúmov, encerrado por Stalin, fue juzgado por Jruschov (en Leningrado) y fusilado el 18 de diciembre de 1954.50 Sus temores fueron en vano: los Órganos tampoco murieron de ésta. Como aconseja la sabiduría popular: quien con lobos anda, a aullar se enseña. ¿Y cómo surgió esta raza de lobos entre nuestras gentes? ¿Acaso no tiene nuestras mismas raíces? ¿Acaso no es de nuestra sangre? Antes de embozarnos precipitadamente con el blanco manto de los justos, que cada cual se pregunte a sí mismo: si mi vida hubiera dado un giro distinto, ¿habría sido también yo un verdugo como ellos? La pregunta es terrible si se pretende responder a ella con honradez. Recuerdo el tercer curso en la universidad, en el otoño de 1938. El comité local del komsomol nos llamó hasta dos veces a nosotros, unos crios komsomoles- y casi sin pedir nuestro consentimiento nos puso en la mano unos cuestionarios para que los rellenásemos: basta de matemáticas, de física y de química, para la Patria es más importante que ingreséis en las academias del NKVD (y es que siempre es igual: no se trata de lo que precise éste o aquél, sino la patria y lo que a ésta conviene sólo lo sabe el jefazo que en nombre de ella habla). Un año antes, este mismo comité local había querido reclutarnos para las academias de aviación. Y también nos habíamos resistido (nos dolía abandonar la universidad), aunque no con tanta firmeza como ahora. Pasado un cuarto de siglo uno podría pensar: naturalmente, sabíais de los numerosos arrestos que estaban prodigándose avuestro alrededor, sabíais cómo torturaban en las cárceles y en qué inmundicia os estaban intentando meter. ¡No! Los furgones rodaban de noche, mientras que nosotros éramos los que salían de día, los de las banderas. ¿De qué íbamos a saber que había detenciones? ¿Cómo se nos podría haber ocurrido pensarlo? ¿Que habían reemplazado a todos los dirigentes regionales? A nosotros nos daba exactamente igual. ¿Que habían encarcelado a dos o tres catedráticos? Bueno, tampoco es que nosotros fuéramos de baile con ellos, y además, tanto mejor para aprobar los exámenes. Nosotros, los veinteañeros, marchábamos en las columnas de los nacidos con Octubre y como tales nos esperaba el más radiante porvenir. Lo que nos impedía aceptar el ingreso en el NKVD era un sentimiento íntimo y carente de fundamento lógico que no resulta fácil precisar. No venía inspirado por las lecciones sobre materialismo histórico, porque en ellas quedaba bien claro que la lucha contra el enemigo interior seguía siendo un frente abierto, una misión honrosa. Por lo demás, este sentir estaba reñido con nuestra conveniencia práctica: en aquella época, una universidad de provincias no podía ofrecernos más que una escuela rural en un rincón perdido y un parco salario, mientras que las academias del NKVD nos prometían obvenciones y un salario doble, cuando no triple. No había palabras para expresar lo que nosotros sentíamos (y de haberlas habido, por temor, no las habríamos pronunciado). Lo que se resistía dentro de nosotros no tenía que ver con la cabeza sino más bien con el pecho. Pueden gritarte por todos lados: «¡Es preciso!», e incluso tu propia mente: «¡Es preciso!», pero el pecho lo rechaza: «¡Noquiero!, ¡me revuelve las tripas!». Allá vosotros, pero no contéis conmigo. Era una sensación que venía de antiguo, quizá de Lérmontov, de decenios y decenios de vida rusa durante los cuales siempre se proclamó en voz alta y sin ambages que para un hombre decente no había servicio peor ni más ruin que el de gendarme. No, aún venía de más lejos. Sin saberlo, nos estábamos redimiendo -tan poco como podría nuestra calderilla de cobre contra una pieza de oro de nuestros antepasados- ante aquella época en que la moral aún no se consideraba relativa, cuando para discernir entre el bien y el mal bastaba el corazón. Pese a todo, por entonces reclutaron a alguno de nosotros, aunque creo que, si nos hubieran presionado con mucha fuerza, todos habríamos cedido. Y ahora se me antoja imaginarme qué curso habría tomado mi vida si el inicio de la guerra me hubiera cogido llevando insignias de teniente sobre galones azules. Naturalmente, me queda el consuelo de pensar que mi corazón no lo habría soportado, que me habría rebelado y me habría marchado dando un portazo. Sin embargo, tendido en los catres de la cárcel tuve ocasión de repasar mi trayectoria de oficial tal como fue y quedé horrorizado. No llegué a oficial directamente de las aulas, con la cabeza abotargada por las integrales, sino que antes pasé medio año oprimido como soldado raso. Ello me hizo sentir en mi propio pellejo lo que significa estar siempre dispuesto, con la barriga encogida, a someterte a personas que quizá no te parecen dignas. Luego me estuvieron martirizando otro medio año en una academia militar. Quizás el frío en la piel y los sabañones debieran haberme servido para asimilar de una vez por todas el amargo servicio del soldado, pero no fue así. Cuando me resarcieron enganchándome dos estrellitas en los galones, después una tercera y una cuarta, ¡me olvidé de todo! ¿Había conservado al menos ese amor a la libertad propio de los estudiantes? Nunca en la vida lo tuvimos: lo que nosotros amábamos eran las formaciones marchando al paso. Recuerdo muy bien que fue precisamente en la academia militar cuando empecé a sentir alegría por la simplificación de mi existencia: era un militar y ya no tenía que pensar. La alegría de estar inmerso en una vida común a todos, como es habitual entre nuestros militares. La alegría de olvidar ciertas sutilezas morales inculcadas desde la infancia. En la academia andábamos siempre con hambre, continuamente al acecho de algún cacho de más, nos vigilábamos con celo unos a otros por ver si alguien se las había apañado. Lo que más temíamos era suspender y no obtener los rombos de teniente (a los que no terminaban los estudios los mandaban a Stalingrado). Además nos adiestraban como a jóvenes fieras, para embrutecernos más y que luego nos desquitáramos con quien quisiéramos. Por si no dormíamos ya bastante poco, podían castigarte a marchar tú solo marcando el paso (bajo las órdenes de un sargento) después de la retreta. O podían levantar por la noche a todo el pelotón y formarlo alrededor de una bota deslustrada: ¡Venga! Ahora este canalla va a limpiarse la bota, y hasta que no le saque brillo aquí estaréis todos de pie. Y mientras esperábamos con ansia los galones, íbamos ensayando los andares tigrescos de oficial y esa voz metálica con que se dan las órdenes. ¡Y por fin llegó el día en que me impusieron las insignias! Más o menos al cabo de un mes, cuando formaba mi batería en la retaguardia, ya estaba obligando a mi negligente soldadito Berbeniov a marcar el paso después de la retreta, al mando del sargento Metlin, terco a mis órdenes... (¡Lo había olvidado todo! Reconozco sinceramente que lo olvidé con los años y que no ha vuelto a mi mente hasta ahora, hasta encontrarme ante estas cuartillas...) Y cuando un viejo coronel, que estaba de inspección, afeó mi conducta, yo (¡como si no hubiera estado en la universidad!) me justifiqué diciendo que así nos lo habían enseñado en la academia. O sea: ¿cómo íbamos a andarnos con razones universales y humanas si estábamos en el Ejército? (Tanto más en los Órganos.) El corazón cría orgullo como manteca el cerdo. Atosigaba a mis subordinados con órdenes indiscutibles, convencido de que mejor que mis órdenes no podía haber nada. Incluso en el frente, donde podría parecer que la muerte nos igualaba a todos, mi poder me hacía creer superior. Los escuchaba sentado, y ellos de pie, en posición de firmes. Les interrumpía, les daba indicaciones. Tuteaba a padres y a abuelos (ellos me trataban de «usted», naturalmente). Los enviaba bajo los proyectiles a empalmar cables rotos con el único fin de que no se interrumpiera la detección sonora y evitarme los reproches de los superiores (Andreyashin murió así). Engullía mi mantequilla y mis galletas de oficial sin pararme a pensar por qué a mí me correspondían y a los soldados no. Cada dos oficiales teníamos -faltaría más- un galopillo (hablando con propiedad, un edecán) al que yo asendereaba sin respiro, obligándolo a cuidar de mi persona y a hacernos toda la comida aparte del rancho de los soldados (mientras que, si hay que ser sinceros, a los jueces de instrucción de la Lubianka no se les puede hacer este reproche, porque no tienen ayudantes de campo). En cada nuevo emplazamiento obligaba a los soldados a doblar el espinazo y cavarme un refugio particular, cubierto con los troncos más gruesos que hubiera, para que yo estuviera cómodo y seguro. ¡Pero si es que en mi batería había hasta cuerpo de guardia!, ¡pues claro!, ¿que cómo podía ser en pleno bosque? Pues era un foso, igual o incluso mejor que el de la división de Gorojovets, pues estaba techado y en él se servía el rancho al arrestado. Ahí estuvieron encerrados Viushkov por haber perdido un caballo y Popkov por cuidar mal de su carabina. ¡Pero eso no es todo! Aún tengo otro recuerdo: me habían hecho un portamapas con unos cueros alemanes (no vayan a creer que se trataba de piel humana, no, eran del asiento de un automóvil) pero faltaba la correa y eso me consumía. De pronto le vi al comisario de un destacamento guerrillero (miembro del comité de distrito local) una correa como la que me hacía falta y se la quitamos: ¡Nosotros éramos el Ejército, teníamos que pasar siempre delante! (¿Se acuerdan de Senchenko, el óper?) Señalaré por último el mucho apego que sentía por esa pitillera carmesí, mi trofeo de guerra. Por algo no he olvidado cómo me la quitaron... Esto es en lo que se convierte un hombre con galones. ¡Qué había sido de los consejos de mi abuela ante el icono! ¡En qué habían quedado mis sueños de pionero sobre un futuro de sagrada igualdad! Y cuando en el puesto de mando del jefe de brigada los agentes del SMERSH me arrancaron esos malditos galones y el cinturón, mientras me empujaban hacia su automóvil, con mi destino vuelto del revés, tanto más hería mi orgullo que, degradado, iba a tener que cruzar la habitación de los telefonistas. ¡Los soldados rasos no debían verme en esa situación! Mi camino de Vladímir empezó a la mañana siguiente a mi arresto: desde el contraespionaje del Ejército al del frente se enviaba por etapas la pesca reciente. De Osterode a Brod-nica nos hicieron ir a pie. Cuando me sacaron del calabozo para formar, ya éramos siete detenidos, tres filas y media de parejas, todos dándome la espalda. Seis de ellos iban con unos capotes de soldado ruso, ajadísimos de tanto ver mundo. En sus espaldas llevaban escritas con pintura blanca indeleble dos grandes letras: «SU», que querían decir «Sowjet Union». Yo ya conocía este cuño, lo había visto más de una vez sobre las espaldas de nuestros prisioneros de guerra que con aire triste y culpable se arrastraban al encuentro de un ejército que los liberaba. Los liberaban, sí, pero en esa liberación no había alegría mutua: sus compatriotas les lanzaban miradas más sombrías que a los alemanes, y ahora estaban teniendo ocasión de ver lo que hacían con ellos en una retaguardia no muy lejana: los metían en la cárcel. El séptimo detenido era un civil alemán que vestía un traje negro de tres piezas, abrigo negro y sombrero del mismo color. Pasaba de los cincuenta, era alto, bien cuidado y tenía la blanca tez del que come como Dios manda. Me colocaron en la cuarta pareja, y el jefe de la expedición, un sargento tártaro, me indicó con la cabeza que tomara mi maleta precintada, que habían puesto aparte. Aquella maleta contenía mis efectos de oficial y todo lo que había escrito, todo lo que me habían confiscado para condenarme. ¿Cómo que la maleta? ¿Él, un sargento, quería que yo, un oficial, agarrara y llevara una maleta? O sea, ¿que llevara un objeto voluminoso, algo prohibido por el nuevo reglamento interno? ¿Y que seis soldados rasos fueran a mi lado con las manos vacías? ¿Y por si fuera poco, teniendo a un representante de la nación vencida? Al sargento no se lo expliqué de una forma tan complicada, pero sí le dije: –Soy un oficial. Que la lleve el alemán. Ninguno de los detenidos volvió la cabeza al oír mis palabras: estaba prohibido volverse. Sólo mi compañero de fila, uno de los «SU», me miró asombrado (cuando ellos habían abandonado nuestro Ejército, las cosas todavía eran de otra manera). Pero el sargento del contraespionaje no se sorprendió. Aunque para él yo ya no era un oficial, los dos habíamos pasado por la misma instrucción. Llamó al alemán, que ninguna culpa tenía, y le ordenó que llevara la maleta. Menos mal que éste no había entendido nada de la conversación. Todos los demás nos pusimos las manos a la espalda (los prisioneros de guerra no llevaban ni siquiera un petate, volvían a la patria como habían salido: con las manos vacías) y nuestra columna de dos filas de a cuatro se puso en marcha. Con la escolta sabíamos que no podíamos hablar, y charlar entre nosotros estaba terminantemente prohibido, ya fuera por el camino, en los altos o al hacer noche... Estábamos detenidos y debíamos caminar como si nos separaran unos tabiques invisibles, como si cada uno ya estuviera confinado en su propio calabozo. Eran días inestables de primavera temprana. A veces se esparcía una ligera niebla y el barro líquido chapoteaba melancólicamente bajo nuestras botas, incluso en el firme de la carretera. Otras, el cielo escampaba y un sol suave y amarillo, inseguro aún de su poder, calentaba las colinas ya apenas cubiertas de nieve mostrándonos, diáfano, el mundo que debíamos abandonar. Otras, irrumpía en el cielo un hostil torbellino que arrancaba de los negros nubarrones una nieve que ni siquiera parecía blanca, y nos fustigaba con ella la cara, la espalda y los pies, empapando de frío nuestros capotes y peales.* Seis espaldas ante mi, siempre las mismas seis espaldas. Hubo tiempo para examinar una y otra vez las torcidas y feas estampillas «SU», y también el lustroso terciopelo negro en el cuello del alemán. Hubo tiempo para reflexionar sobre la vida pasada y tomar conciencia de la presente. Pero de esto no era capaz. Aun después del estacazo, seguía sin comprender. Seis espaldas. En su balanceo no había ni aprobación ni reprobación. El alemán no tardó en cansarse. Se pasaba la maleta de una mano a la otra, se llevaba la mano al pecho y hacía señas a la escolta de que no podía más con ella. Y entonces, el que iba de pareja con él, un prisionero de guerra que sabe Dios qué habría visto en su reciente cautiverio alemán (puede que hasta la misericordia), por voluntad propia asió la maleta y la llevó. Después le relevaron otros prisioneros, sin que tampoco fuera necesaria una orden de la escolta. Y de nuevo el alemán. Pero no yo. Y nadie me dijo ni palabra. En cierta ocasión nos cruzamos con una larga columna de carretas que iban de vacío. Los carreteros nos observaban con interés y algunos hasta se encaramaban en alto para vernos mejor. No tardé en comprender que tanta animación y hostilidad tenían que ver conmigo, pues destacaba claramente de los demás: mi capote era nuevo, largo, cortado a medida, las tirillas del cuello aún no se habían descosido y los botones intactos sacaban al sol naciente destellos de oro barato. Saltaba a la vista que yo era un oficial fresco aún, recién capturado. Es posible, pues, que su alegría se debiera en parte al mero hecho de toparse con un oficial caído en desgracia (era un resplandor de justicia), aunque lo más probable es que en sus cabezas, embutidas de conferencias políticas, no pudiera caber que lo mismo podría haberle ocurrido a su jefe de compañía. En cualquier caso, todos a una habían concluido que yo venía del otro lado. –¡Ya verás tú, cabrón vlasovista! ¡Hay que fusilar a este cerdo! – gritaban enardecidos los carreteros, con esa ira de la retaguardia (el patriotismo más fuerte siempre se da en la retaguardia) que aderezaban con una abundante lluvia de obscenidades. Yo era para ellos una especie de maquinador internacional al que, pese a todo, habían echado el guante, con lo que ahora, en el frente, la ofensiva avanzaría con mayor rapidez y la guerra terminaría antes. ¿Qué les iba a responder yo? Me estaba prohibido pronunciar una sola palabra, cuando habría tenido que contar mi vida a cada uno de ellos. ¿Cómo hacerles saber que no era un saboteador? Que era amigo de ellos, que si estaba allí era por ellos. Yo sonreía... ¡Sonreía hacia ellos desde una columna de detenidos! Pero mis dientes al descubierto les parecieron la peor de las burlas, y aún se encarnizaron más sus crueles insultos y amenazas con el puño. Yo sonreía, orgulloso de que no me hubieran detenido por ladrón, traidor o desertor, sino porque, a fuerza de intuición, había penetrado en los secretos criminales de Stalin. Sonreía porque quería y -quién sabe- quizá conseguiría arreglar un poquito nuestra vida rusa. Y entretanto, mi maleta la llevaban otros... ¡Ni siquiera sentía remordimientos! Y si en aquel momento mi compañero de fila -cuyo demacrado rostro estaba cubierto ya con un suave bozo de dos semanas y cuyos ojos rebosaban sufrimiento y comprensión- en ruso franco y claro me hubiera echado en cara el haber humillado mi dignidad de preso recurriendo a la ayuda de la escolta, que me colocaba por encima de los demás, que era soberbio, ¡no le habría comprendido! Simplemente, no habría comprendido de qué estaba hablándome. ¿Acaso no era yo un oficial? Si siete de nosotros tuvieran que morir por el camino pero la escolta pudiera salvar al octavo, no veo qué me habría impedido exclamar: –¡Sargento, sálveme a mí! ¡Mire, soy oficial! ¡Eso es un oficial, aun cuando no lleve galones azules! ¿Y si encima son azules? ¿Y si además le han inculcado que es la sal de la oficialidad, que a él se le confian más cosas a los demás, que conoce más que ellos, y que por todo eso debe hacer que el detenido agache la cabeza entre las piernas y en esa posición embutirlo en el alcantarillado? ¿Por qué habría de negarse? Yo me atribuía desinterés y espíritu de sacrificio, cuando en realidad ya estaba más que listo para convertirme en verdugo. Y de haber ido a parar a la Academia del NKVD en tiempos de Ezhov, ¿no habría estado bien preparado para hacer carrera con Beria? El lector que espere encontrar en esta obra una acusación política puede cerrarla aquí mismo. ¡Si todo fuera tan sencillo! ¡Si se tratara simplemente de unos hombres siniestros en un lugar concreto que perpetran con perfidia sus malas acciones! ¡Si bastara con separarlos del resto y destruirlos! Pero la línea que separa el bien del mal atraviesa el corazón de cada persona. ¿Y quién destruiría un pedazo de su propio corazón? Mientras dura la vida de un corazón, esta línea se desplaza, ora acosada por el gozo del mal, ora cediendo espacio a un estallido de bondad. Una misma persona, a sus distintas edades, en distintas situaciones de la vida, es alguien totalmente diferente. Unas veces está cerca del diablo y otras del santo. Pero siempre se llama igual y siempre se trata del mismo hombre. Ya nos lo dejó dicho Sócrates: ¡Conócete a ti mismo! Y nos detenemos pasmados ante el foso al que nos disponíamos a empujar a nuestros perseguidores, porque en realidad si los verdugos fueron ellos y no nosotros, ello se debió tan sólo a las circunstancias. ¡Y si Maliuta Skuratov nos hubiera llamado a nosotros, probablemente no le habríamos defraudado! Dice el proverbio que del bien al mal sólo hay un paso. Entonces, del mal al bien, otro tanto. Apenas afloró en la sociedad el recuerdo de las iniquidades y torturas, por todas partes empezaron las marizaciones, notas y objeciones: ¡allí (en el NKVD-MGB) también había gente buena! Sabemos quién era esa «gente buena»: eran los que susurraban a los viejos bolcheviques «¡aguanta!», y hasta les pasaban bajo mano algún bocadillo, mientras cosían a patadas a los demás. Pero mas allá de los partidos, en un sentido estrictamente humano, ¿es posible que hubiera personas buenas? En general, no tenía que haberlas: al que era bueno procuraban no cogerlo, se daban cuenta en las pruebas de ingreso. Y, por otra parte, ellos mismos se las ingeniaban para evitar ese trabajo. En Riazán, durante la guerra, un aviador de Le-ningrado al que habían dado de alta del hospital suplicaba en el dispensario de tuberculosos: «¡Encuéntrenme algo! ¡Me están obligando a ingresar en los Órganos!». Los radiólogos le inventaron una infiltración tuberculosa y los de la Seguridad del Estado lo descartaron de inmediato. En cuanto a los que entraban en los Órganos por error, éstos, o se hacían a ese ambiente, o bien eran rechazados, eliminados, o incluso se echaban ellos mismos a la vía del tren. Y con todo, ¿es posible que no quedara ninguno? En Kishiniov, un joven teniente de la Seguridad del Estado visitó a Shipoválnikov un mes antes de que detuvieran a éste: ¡Váyase, váyase, quieren arrestarle! (¿Vino por su propio impulso o fue su madre quien lo envió a salvar al sacerdote?) Después de la detención, a él mismo le tocó escoltar al padre Víktor. Y se lamentaba: ¿Por qué no se marchó usted? O también otro caso. Tenía yo un jefe de pelotón, el teniente Ovsiánnikov. No hubo en el frente persona más allegada a mí. Nos pasamos media guerra comiendo del mismo plato y, si había ataque de artillería, nos lo pasábamos cada dos explosiones, para que la sopa no se enfriara. Era un joven campesino con un alma tan pura y una mirada tan imparcial que ni nuestra academia ni el grado de oficial lo habían estropeado. El suavizó mi carácter en muchos aspectos. Para él, ser oficial significaba una sola cosa: preservar la vida y las fuerzas de sus soldados (muchos de ellos de edad avanzada). El fue el primero en explicarme cómo estaba el campo en aquel entonces y qué eran los koljoses (hablaba de ello sin irritación ni indignación, de una manera sencilla, como el agua del bosque refleja hasta la más pequeña rama de los árboles). Cuando me encarcelaron se sintió conmocionado, escribió el mejor de los informes militares sobre mí y lo presentó al jefe de la división para que lo firmara. Una vez desmovilizado, se puso en contacto con mi familia, buscando el modo de ayudarme (¡estábamos en 1947, un año que poco se diferenciaba de 1937!). Durante la instrucción de mi sumario temí mucho por él, temía que leyeran mi diario de guerra porque contenía relatos suyos. Cuando me rehabilitaron en 1957, sentí grandes deseos de encontrarle. Recordaba su dirección en el pueblo. Escribí una vez, escribí otra, y no hubo respuesta, hasta que di con una pista: se había licenciado en el Instituto de Pedagogía de Yaroslavl. De allí me respondieron: «Lo han destinado en los Órganos de Seguridad del Estado». ¡Vaya! Tanto más interesante. Le escribí a su dirección en la ciudad: no hubo respuesta. Pasaron algunos años, se publicó Iván Denísovich. ¡Bueno, ahora sí que querrá responderme! ¡Pues, no! Tres años más tarde pedí a un corresponsal que tenía en Yaroslavl que fuera a su casa y le entregara una carta en propia mano. Así lo hizo, aunque me escribió: «Me ha dado la impresión de que ni siquiera ha leído el Iván Denísovich...'». Bien mirado, ¿qué necesidad tenía de saber qué pasaba después con los condenados? Pero esta vez, Ovsiánnikov ya no pudo seguir guardando silencio y contestó: «Al salir del instituto me propusieron ingresar en los Órganos, y me pareció que allí también me podría cundir (¿cómo que cundir?). Pero el nuevo oficio no se me daba bien, había cosas que no me gustaban. Sin embargo, cumplo en el trabajo sin que haga falta andar detrás de mí con un garrote, y que yo sepa, nunca le he fallado a un compañero (vaya una justificación: ¡el compañerismo!). Ahora ya no me inquieta mi futuro». Y nada más... Como si no hubiera recibido mis cartas anteriores. Tampoco tenía ganas de verme (de habernos encontrado, creo que este capítulo me habría salido mejor). Durante los últimos años de Stalin había llegado ya a juez de instrucción. Eran esos años en que a todos, uno tras otro, les colgaban un cuarto (de siglo). ¿En qué conciencia cabe todo eso? ¿Cómo pudo nublársele así? Sin embargo, al recordar a ese joven puro y abnegado de antes, ¿cómo voy a creer que no tenga remedio? ¿Que no haya quedado en él ningún brote sano. Cuando el juez Goldman le dio a Vera Kornéyeva el formulario 206 para que lo firmara, ésta hizo valer sus derechos y empezó a leer con detenimiento la causa contra los diecisiete miembros de su «grupo religioso». El juez se enfureció, pero no podía impedírselo. Para no aburrirse con ella, la dejó en una amplia oficina donde había media docena de funcionarios diversos y se marchó. Al principio, Kornéyeva sólo leía, pero al poco se entabló una conversación, quizá porque los funcionarios querían matar el tiempo, y Vera se puso a predicar en voz alta. (Había que conocerla. Era una persona brillante, con una mente despierta y sin pelos en la lengua, aunque sólo había trabajado de cerrajera, en una caballeriza y como ama de casa.) La escucharon en silencio, aunque a veces la animaban a profundizar con alguna pregunta. Se estaba revelando ante ellos algo inesperado. Se llenó toda la habitación, llegó gente de otras dependencias. Aunque es cierto que no se trataba de jueces de instrucción, sino de mecanógrafas, taquígrafas y encuadernadoras de expedientes, todos pertenecían a ese ambiente, al mundo de los Órganos en 1946. Me sería imposible reproducir aquí su monólogo, tuvo ocasión de decir muchas cosas. Sobre los traidores a la patria también: ¿Por qué no los hubo en la guerra patria de 1812, cuando existía el régimen de servidumbre? ¡Habría sido natural que los hubiera! Pero sobre todo habló de la fe y de los creyentes. Antes, dijo, anteponíais a todo vuestras pasiones desenfrenadas («roba lo robado»), y, naturalmente, los creyentes os estorbaban. Pero ahora que queréis construir y alcanzar el bienestar en este mundo, ¿por qué perseguís a vuestros mejores ciudadanos? Los creyentes serían para vosotros el más preciado material, pues no hay necesidad de controlarlos: el creyente no roba, no escurre el bulto a la hora de trabajar. ¿Pensáis construir una sociedad justa con vividores y envidiosos? Se os vendrá todo abajo. ¿Por qué escupís en el alma de las mejores personas? Dejad que la Iglesia esté verdaderamente separada del Estado, no la toquéis, no tenéis nada que perder. Sois materialistas, ¿no? Confiad entonces en el desarrollo de la enseñanza, para que ésta acabe, como dicen, con la fe. ¿De qué sirve arrestar a la gente? En eso entró Goldman y quiso cortarla groseramente. Pero todos le chillaron: «¡Cierra el pico! ¡Anda, cállate! ¡Habla, habla, mujer!». (¿Cómo dirigirse a ella? ¿Ciudadana?, ¿Camarada? En su caso, los dos tratamientos estaban prohibidos, era un lío de convencionalismos. ¡Mujer! Tratándola como Cristo no había lugar a error.) ¡Y Vera continuó en presencia de su juez de instrucción! Reflexionemos acerca de esos que escuchaban a Kornéyeva en la oficina de la Seguridad del Estado, ¿por qué les alcanzaron tan vivamente las palabras de una insignificante presa? El propio D.P. Térejov, del que ya hemos hablado, aún recuerda a su primer condenado a muerte: «Me daba lástima». Alguna parte de su corazón debía guardar aquel recuerdo (pero desde entonces, a los muchos que siguieron ya no los recuerda, y ya no lleva la cuenta). Con este Térejov me ocurrió cierto caso. Mientras me estaba demostrando las excelencias del sistema judicial de Jruschov iba dando enérgicas palmadas sobre el cristal de la mesa, hasta que se cortó la muñeca con el canto del mueble. Pulsó el timbre, el personal se puso firmes y el oficial superior de guardia vino con yodo y agua oxigenada. Al reanudar la conversación, estuvo una hora con el algodón húmedo aplicado impotentemente en la herida. Me dijo que se le coagulaba mal la sangre. ¡Dios le estaba demostrando con toda claridad las limitaciones del hombre! Y él que juzgaba e imponía penas de muerte a otros... Por más insensibles que fueran los vigilantes de la Casa Grande, ¿es posible que en su interior no hubiera quedado un trocito de alma, como un piñón en su cascara? Cuenta N.P-va. que en cierta ocasión la conducía a interrogatorio una celadora impasible, muda, de ojos impenetrables. De pronto, las bombas empezaron a estallar al lado mismo de la Casa Grande y parecía que acto seguido iban a caer sobre ellas. La vigilante se precipitó sobre ella y la abrazó presa del pánico, ansiando calor y respaldo humanos. Pero cesó el bombardeo. Y otra vez la misma mirada ausente: «¡Las manos atrás! ¡Camine!». Por supuesto, poco mérito hay en volverse humano a causa del horror que precede a la muerte. Como tampoco es prueba de bondad el amor de los padres por sus hijos («Es un buen padre de familia», dicen a menudo en defensa de un canalla). Suele decirse en elogio del presidente del Tribunal Supremo I.TGoliakov, que gustaba de trabajar en su jardín, que amaba los libros y frecuentaba las librerías de viejo, que era un gran conocedor de Tolstói, Korolenko y Chéjov. ¿Pero qué asimiló de ellos? ¿A cuántos miles envió a la muerte? O por ejemplo aquel coronel, el amigo de Iossé, que encerrado en el izoliator de Vladímir contaba entre carcajadas cómo había metido a unos ancianos judíos en un sótano con hielo y que, sin embargo, lo único que temía de tantos excesos era que se enterara su esposa. Ella creía en él, lo consideraba un hombre noble, y él tenía en mucha estima esta opinión. Pero, ¿habrá quien se atreva a ver en este temor una cabeza de puente que el bien hubiera conquistado en su corazón? ¿A qué se debe esa obsesión -va ya para dos siglos- por llevar el color del cielo? Si en época de Lérmontov el poeta ya decía: «¡También vosotros, uniformes azules!», luego vendrían las gorras azules, los galones azules y los cuellos azules. Fueron recibiendo órdenes para no resaltar tanto, fue reduciéndose la superficie de azul expuesta al agradecimiento popular. Menos celeste en cabezas y hombros, hasta quedar en simples ribetes, en tiras estrechas, mas pese a todo, ¡azules! ¿Era sólo una mascarada? ¿O es que toda negrura siente necesidad, aunque sea de vez en cuando, de cierta proximidad con los cielos? Sería hermoso pensar así, hasta que uno se entera de cómo se manifestaba por ejemplo en Yagoda esta atracción por lo sagrado... Cuenta un testigo (del círculo de Gorki, muy afecto por aquel entonces a Yagoda) que en su finca de las afueras de Moscú tenía unos iconos en la antesala del baño, colgados expresamente ahí para que Yagoda y sus camaradas, una vez desnudos, descargaran contra ellos sus revólveres, tras lo cual pasaban al baño de vapor... ¿Cómo hay que entender una palabra como malvado? ¿Qué queremos decir exactamente con ella? ¿Existe semejante cosa en el mundo? Nuestra primera reacción sería responder que no puede haber malvados, que no los hay. En los cuentos es lícito hablar de ellos, porque son para niños y hay que simplificar las escenas. Pero cuando la gran literatura mundial de los siglos pasados Shakespeare, Schiller o Dickens- nos presenta una tras otra semblanzas de malvados de un negro espeso, los malvados nos parecen casi de guiñol, poco acordes con la sensibilidad moderna. Debemos fijarnos sobre todo en cómo están caracterizados: tienen perfecta conciencia de su maldad y de su alma tiznada. Razonan así: no puedo vivir sin hacer el mal. ¡A ver si enfrento al padre contra el hermano! ¡Qué deleite, ver padecer a mis víctimas! Yago dice sin tapujos que sus objetivos e impulsos son negros, nacidos del odio. ¡No, no suele ser así! Para hacer el mal, antes el hombre debe concebirlo como un bien o como un acto meditado y legítimo. Afortunadamente, el hombre está obligado, por naturaleza, a encontrar justificación a sus actos. Las justificaciones de Macbeth eran muy endebles y por eso su conciencia acabó con él. Yago era otro corderito. Con los malvados shakespearianos bastaba una decena de cadáveres para agotar la imaginación y la fuerza de espíritu. Eso les pasaba por carecer de ideología ¡La ideología! He aquí lo que proporciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. La ideología es una teoría social que le permite blanquear sus actos ante sí mismo y ante los demás y oír, en lugar de reproches y maldiciones, loas y honores. Así, los inquisidores se apoyaron en el cristianismo; los conquistadores, en la mayor gloria de la patria; los colonizadores, en la civilización; los nazis, en la raza; los jacobinos y los bolcheviques, en la igualdad, la fraternidad y la felicidad de las generaciones futuras. Gracias a la ideología, el siglo XX ha conocido la práctica de la maldad contra millones de seres. Y esto es algo que no se puede refutar, ni esquivar, ni silenciar. ¿Y cómo después de esto podríamos atrevernos a seguir afirmando que no existen los malvados? ¿Quién, pues, exterminó a esos millones? Sin malvados no hubiera habido Archipiélago. En 1918-1920 corría el rumor de que en la Cheká de petrogrado y la de Odessa no fusilaban a todos los condenados, sino que a algunos los echaban (vivos) a las fieras de los zoológicos de dichas ciudades. No sé si es cierto o es un infundio. Y si se dieron casos, tampoco sé cuántos. Sea como sea, no me pondría a buscar pruebas: mejor tomemos prestado el método de los Ribetes Azules y propongámosles que sean ellos quienes demuestren que eso es imposible. Con el hambre que había durante aquellos años, ¿de dónde iban a sacar carne para los zoológicos? ¿Es que se la iban a racionar a la clase obrera? Si eran enemigos, condenados a morir de todos modos, ¿por qué no contribuir con su muerte a la cría de fieras en la república y acelerar así el advenimiento del porvenir? ¿Acaso no es coherente? Esta es la raya que no podía atravesar el malvado shakespeariano, pero los malvados con ideología la atraviesan, sin que se perturbe su mirada. En física se habla de magnitudes o fenómenos de umbral. Son aquellos que no se producen hasta franquear cierto umbral que la naturaleza conoce y ha codificado. El litio, por más que se ilumine con luz amarilla, no cede electrones, pero apenas se encienda una débil luz azulada éstos se desprenden (se habrá atravesado el umbral fotoeléctrico). Si enfriamos oxígeno por debajo de los cien grados, el gas soporta cualquier presión, no lograremos rendirlo. Pero si sobrepasa los ciento dieciocho se derrama, se torna líquido. Por lo visto, la maldad también es una magnitud de umbral. Sí, el hombre vacila y se debate toda la vida entre el bien y el mal, resbala, cae, trepa, se arrepiente, se ciega de nuevo, pero mientras no haya cruzado el umbral de la maldad tiene la posibilidad de echarse atrás, se encuentra aún en el campo de nuestra esperanza. Pero cuando la densidad o el grado de sus malas acciones, o el carácter absoluto de su poder le hacen saltar más allá del umbral, abandona la especie humana. Y tal vez para siempre. Desde tiempos remotos, los hombres conciben la justicia como una dicotomía: la virtud triunfa y el vicio se castiga. Tenemos la dicha de haber llegado a una época en que la virtud, aunque no triunfe, tampoco se ve continuamente acosada por los sabuesos. A la virtud, apaleada y escuálida, se le permite ahora sentarse con sus harapos en un rincón con tal de que no abra la boca. En cambio, nadie se atreve a mentar el vicio. Sí, se burlaban de la virtud, pero no había vicio en ello. Sí, unos cuantos millones de personas rodaron por el despeñadero, pero no hay culpables. Y si alguien se atreve sólo a insinuar: «Entonces, qué pasa con los que...», por todas partes le dicen con reproche, al principio de modo cordial: «¡Pero hombre, camarada! ¿Para qué abrir viejas heridas?». (Ésta era precisamente la objeción que hacían los jubilados azules a mi luán Denísovích: ¿para qué hurgar en las heridas de quienes estuvieron en los campos? ¡Como si encima ahora hubiera que protegerlos, a ellos!) Y luego ya con el palo: «¡A callar, dad gracias de que seguís con vida! ¡En buena hora se nos ocurrió rehabilitaros!». Hacia 1966, cuando en Alemania Occidental se habían condenado ochenta y seis mil criminales nazis, nosotros, sofocados por la indignación, no escatimábamos páginas en los periódicos ni horas en la radio, e incluso después del trabajo nos quedábamos a los mítines para votar: ¡ No basta!, ¡ochenta y seis mil son pocos!, ¡veinte años de juicios no bastan! ¡Hay que seguir! Y en nuestro país condenaron (según datos oficiales) a una treintena de personas Nos duele lo que ocurre más allá del Oder y del Rin, pero ni nos duele ni preocupa lo que pasa en las afueras de Moscú o de Sochi tras unas tapias verdes. No nos conmueve que los asesinos de nuestros maridos y padres recorran las calles y que tengamos que hacernos a un lado cuando pasan en sus coches oficiales, esto no nos indigna, indignarnos sería «remover el pasado». Y sin embargo, si pasamos esos 86.000 criminales germanooccidentales a nuestra escala, ¡en nuestro país tendríamos un cuarto de millón! Pero en un cuarto de siglo no hemos dado con ninguno de ellos, no hemos llevado ajuicio a uno sólo, tememos reavivar sus heridas. Y como símbolo de todos ellos, en la calle Granóvskaya n° 3 vive Mólotov, engreído y obtuso, que hasta hoy no ha cambiado de opiniones, empapado de nuestra sangre, y que cruza con noble paso la acera para meterse en un gran automóvil. El enigma que nosotros, los contemporáneos, nunca podremos descifrar, es el siguiente: ¿Cuál es la razón por la que Alemania puede castigar a sus malvados y Rusia no? ¿Qué camino funesto ha de seguir aún nuestro país si no podemos sacudirnos esta inmundicia que se pudre en nuestro cuerpo? ¿Qué lección va a poder darle Rusia al mundo? En los procesos judiciales alemanes aparece, ora aquí, ora allí, un fenómeno asombroso: el acusado se lleva las manos a la cabeza, renuncia a la defensa y no pide nada más al tribunal. El encausado dice que la lista de sus crímenes, revivida y proyectada de nuevo ante él, le llena de repugnancia. Ya no quiere seguir viviendo. Es la más alta conquista que pueda alcanzar un tribunal: condenar el vicio hasta tal punto que sea el propio criminal quien se aparte repugnado de él. Un país que ha condenado el vicio ochenta y seis mil veces en los tribunales (y que lo sigue condenando irrevocablemente en la literatura y entre la juventud), año tras año, peldaño tras peldaño, va purificándose de él. ¿Qué hemos de hacer nosotros? Algún día nuestros descendientes verán en varias de nuestras generaciones una estirpe de blandengues: primero permitimos sumisamente que nos mataran a millones, luego mimamos solícitamente a los asesinos en su próvida vejez. ¿Qué le vamos a hacer, si la gran tradición rusa de la contricción se les antoja incomprensible y ridicula? ¿Qué hacer si el pánico visceral a soportar aunque sólo sea una centésima parte del sufrimiento que han causado a otros es más fuerte que el afán de justicia? ¿Qué hacer, si hay manos codiciosas que se aferran a una cosecha de bienes regados con la sangre de los muertos? Como es natural, los que accionaban la manivela de esa picadora de carne en 1937, por ejemplo, ya no son jóvenes, tendrán de cincuenta a ochenta años. Han pasado la mejor época de su vida y no han conocido la pobreza, sino la abundancia y la comodidad. Por eso ya no se les puede aplicar un desquite equivalente, ya es demasiado tarde. Pero seamos magnánimos, está bien, no los fusilemos, no los atiborremos de agua salada, no los cubramos de piojos, no los embridemos con la «golondrina», no los tengamos de pie toda una semana sin dormir, no los golpeemos con las botas ni con porras de goma, no les oprimamos el cráneo con un aro de hierro, no los empotremos en una celda como si fueran maletas unas encima de las otras, ¡no hagamos nada de lo que hicieron ellos! ¡Pero ante nuestro país y ante nuestros hijos tenemos la obligación de encontrarlos y juzgarlos a todos! Juzguemos no tanto a ellos como a sus crímenes. Logremos que cada uno de ellos diga por lo menos en voz alta: –Sí, soy un verdugo y un asesino. Y si esto se pronunciara en nuestro país tan sólo un cuarto de millón de veces (para no estar por debajo, en proporción con Alemania Occidental), ¿no sería ya bastante? En pleno siglo XX ya no podemos seguir durante decenios sin distinguir entre atrocidades juzgables ante un tribunal y un «pasado» que no conviene «remover». ¡Debemos condenar públicamente la idea misma de que unos hombres puedan ejercer la violencia contra otros! Cuando silenciamos el vicio metiéndolo en el cuerpo para que no asome al exterior, lo estamos sembrando y acabará por brotar miles de veces más en el futuro. Si no castigamos, si ni siquiera censuramos a quien cometió el mal, estamos haciendo algo más que velar la vejez de un miserable, estamos privando a las nuevas generaciones de todo fundamento de justicia. Así crecen los «indiferentes», y no por culpa de una «débil labor educativa». Los jóvenes asimilan que la vileza nunca se castiga en la tierra, y que, al contrario, siempre aporta bienestar. ¡Qué desasosiego, qué horror, vivir en semejante país!

Aleksandr Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag vol. 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora