Una Lectura

164 11 9
                                    

Y había sido un día caluroso de enero, de esos donde el sol brilla tan fuerte que no puedes abrir bien los ojos.

Sin embargo, eso no fue razón para que no quisieras sentarte afuera, bajo ese árbol gigante que queda justo enfrente de nuestra casa, ese sitio que es tu preferido para ver el atardecer y leer.

Esta vez llevabas en la mano un libro de poesías, uno que habías comprado hace bastante tiempo, sus hojas ya estaban amarillas y olía antiguo tal como te gustan.

Pasaste a mi lado camino hacia tu propósito y me lanzaste un guiño al sentirte descubierto, yo sonreí en respuesta, mas con los ojos seguí tus pasos desde el pórtico hasta aquella vieja banca de madera en la que te sentaste. Esa reliquia de asiento la habíamos construido entre los dos hace algunos años y me sorprendía que todavía existiera.

De inmediato te concentraste en tu lectura, plácido bajo la sombra de aquel árbol que te cubría de los últimos rayos de sol subsistiendo en el cielo.

Estabas tan sumido en aquellas páginas que no notaste que yo no había dejado de mirarte ni un segundo. Y te observaba, te admiraba, dándome cuenta que aunque en las sienes ya se te pintaran algunas canas, seguías siendo igual de interesante para mí, que siempre.

Yo permanecía apoyada en el marco de la puerta de entrada, justo donde estaba minutos antes de que pasaras, y me sentía a gusto, viéndote desde allí, tranquilo, sereno, con esa expresión de pasividad que te transmiten las letras.

Pensé que algo te faltaba, así que desperté de mi ensoñamiento y entre a la casa aprisa para aprontar el mate. Regresé minutos después y aun seguías tan concentrado como te había dejado.

Empecé a acercarme despacio y aunque no quería interrumpirte, mi presencia te distrajo, sin embargo, por tu sonrisa supe que te alegrabas de que estuviera llevando mate.

Te dio por mirar arriba y notaste que ya el sol empezaba a despedirse, entonces giraste de nuevo hacia mí y me miraste a través de tus anteojos con ese lindo azul cristalino de tus ojos, diciéndome: -Mi amor apurate, dale vení, sentate acá a ver el atardecer conmigo-.

Yo sabía que lo harías, que me apurarías para verlo, por eso ya caminaba más rápido, mientras tú me hacías campo en la vieja banca para que me sentará a tu lado.

Dejaste el libro abierto y boca abajo en tu regazo, para recibirme el mate y pusiste una mano en mi cintura atrayéndome hacía ti, haciendo con eso que estuviéramos más cerca, así que me acomodé a tu lado y recosté mi cabeza en tu hombro, me diste un beso tierno en ella y luego inclinaste la tuya para que quedará unida con la mía.

Recogí el libro que había quedado en tus piernas. Sólo para saber que habías estado leyendo, justo allí escuche ese ruidito con tu nariz cuando sale el aire, como atajando una sonrisa. (Era que me tenías preparada una sorpresa, bien sabías que te arrebataría el libro para una lectura).

Y mientras el día se apagaba bañándonos con sus últimos tonos azafranados, no pudo ser el momento más hermoso o más perfecto.

Leías a Becker... y me dijiste: -leeme, leeme el que sigue-. Haciéndote el inocente, pero sabiendo de antemano que me gustaría lo que encontraría.

"Rima LXXVII. Es un sueño la vida...

Es un sueño la vida, es un sueño febril que dura un punto;

Cuando de él se despierta, se ve que todo es vanidad y humo...

¡Ojalá fuera un sueño muy largo y muy profundo,

un sueño que durará hasta la muerte!...

Yo soñaría con mi amor y el tuyo.

Gustavo Adolfo Bécquer".

G.H.

Sobre el amor y otras confusiones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora