La Cola del Dragón

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Anónimo

Habíamos llegado por fin al maldito lugar.

Después de recorrer los infinitos campos de nuestros hermanos orsimer, habíamos acabado en la falda de las montañas Cola de Dragón para dar lugar a la batalla más sangrienta entre los Orsimer y los Nórdicos.

Cuando se nos llamó para defender nuestra amada ciudad de la amenaza de los hombres blancos y de pelo dorado, quienes profanarían nuestras calles llenándolas de sacerdotes de falsos dioses y quienes se acostarían con las mujeres del jefe, ningún orco se negó a tomar su hacha de batalla y marchar al ritmo de los gritos desenfrenados de nuestro líder, Mauloch, aquel orsimer que poseía la fuerza de diez hermanos más, el grito de cien compañeros y la valentía del mismísimo padre Malacath. La ira de aquel orco potenciaba su fuerza el doble de veces, volviéndose casi inmortal.

Los nórdicos, muy pronto, presenciarían como es que su propia sangre recorrería por las piedras de las montañas cuesta abajo, creando un nuevo y gran río rojo al final de las colinas que esperábamos nunca dejase de fluir.

Acampamos cerca de un arroyo, el cual se rellenaba de agua día a día bajo la blanca e infinita fuente que se encontraba por las cordilleras de las colinas draconianas. Nos alimentábamos como clan de los jabalíes que habitaban el lugar, y de algunas moras y plantas de la amplia flora.

Pero no todo eran tan hermoso como el lector podría pensar. Estabamos sedientos de sangre nórdica, y que el ejército tardara tanto en aparecer por las montañas, nos desesperaba.

De repente sonó el cuerno del hermano que estaba encargado de vigilar el horizonte. Después de escuchar aquel cuerno repetidas veces, se empezaron a elevar los cantos de los hermanos y las bruscas frases de odio contra los hombres del norte: ¡Se acercan las putas rubias! ¡Se acercan con sus hachas de madera y sus arcos hechos de hierba! ¡Matemos a esas perras norteñas!...

Tomé a Drakkarr y a Malikoth, mis compañeras forjadas en el oricalco más puro del herrero de la ciudad que abandoné, apreciado hogar que defenderíamos en este mismo instante. Marchamos hacia las afueras del arroyo bajo la colina de la montaña, para dirigirnos a las planicies en donde esperaba cobarde el enemigo. Quieto, lúgubre, probablemente buscando alguna forma de escapar a su lúgubre destino.


Allí estaban, como una enorme plaga de hormigas, miles de miles de hombres los cuales no pude contar, ya que ni si quiera mi experiencia en batalla me permitía estimar aquella cantidad. Observamos como es que las tropas se dividían por banderas diferentes.

- Putos cobardes - exclamaban mis hermanos - Forjaron alianzas con las perras de occidente -. El enemigo habia sido astuto y en esta batalla no pelearía sólo.


Un grito sonó en el viento, un grito de un orco al que todos podían reconocer. El poderoso líder daba la orden de masacrar y exterminar al ejército opositor, y a pesar de superarnos en número, no temimos, y rugimos en un canto unánime blandiendo nuestras dagas, espadas, mazas, martillos y hachas. Los pelo-amarillos corrieron con un grito hacia el centro del campo y en menos de cinco segundos nuestro oricalco impregnado en todo nuestro cuerpo impactó contra el acero de sus espadas, orcos cayeron al suelo junto a nuestros enemigos, nórdicos cayeron al suelo a los cuales acabábamos enterrando nuestras dagas en sus delicadas cabezas.

Nuestras hachas cortaban sus gargantas como si de un filete de jabalí se tratara, la sangre nórdica goteaba de nuestras cuchillas al ser enterradas en su corazón, y nuestros martillos aplastaban sus cabezas como un pie a una hormiga. Mauloch giraba creando un baile de sangre con el cuello de los rubios, a la vez que rugia con una furia desenfrenada; empezando una bélica sinfonía que sólo podíamos disfrutar los hijos de Malacath. Esa era definitivamente, la mejor canción que pude escuchar alguna vez en toda mi vida. La victoria era segura.

La ira del Berserk surgía con fuerza en cada uno.

Pero dentro de las filas, en unos instantes de mínima cordura, noté como es que en cada mortífero golpe que yo daba ultimando a alguna rubia, a la vez observaba como caía un compañero. Las líneas enemigas iban ganando terreno poco a poco, obligándome a retroceder. Dentro del montón de los hombres, vi cómo sobresalía uno, uno que peleaba como si hubiese nacido orco. Un nórdico que blandía su espada como si fuese un palo de madera, con tanta facilidad y destreza, que me provocó una cierta sensación de respeto.

El caudillo norteño se acercaba lentamente a Mauloch, asesinando a mis hermanos fácilmente. Yo seguía cortando las cabezas de los hombres mientras mi verdadera atención estaba en el líder. Estaba muy cerca, a unos cinco o seis hombres de distancia, pero no podía acercarme demasiado, ya que en una guerra, acercarse a un orco rabioso puede provocarte la muerte aunque seas su propio hermano. El mundo dejó de girar cuando Mauloch vio al caudillo nórdico frente a él. Sé que para ambos el tiempo y los hombres a su alrededor habían desaparecido. El campo para ellos estaba vacío, puesto que ningún ser viviente tenía significado si no alcanzaba el poder que ambos poseían.

El caudillo atacó primero. Dirigiendo su espada al cuello de Mauloch, el orco levantó su hacha izquierda protegiéndose del ataque y con la derecha, la deslizó rápidamente hacia el estómago del guerrero. El ataque no abrió las tripas del norteño ya que este se movió hacia un lado como si hubiese sabido de antemano el movimiento de su contrincante. Sin pensarlo bajó la espada y la empujó hacia delante hacia el pecho del orco el cuál cubrió su enfervorizado corazón con ambas hachas. Al momento de impactar el acero con el hacha, Mauloch sonrió encolerizado. Apartando las hachas del pecho y alejando la espada, el líder giró cargando su fuerza en su hacha izquierda para impactar con el filo de la espada del caudillo el cual sostenía el arma con las dos manos. El caudillo frenó el ataque izquierdo pero se mostró descubierto del otro lado. Giró la espada hacia abajo manteniendo el hacha izquierda pegada hacia ella, su rostro me dijo que intuía lo que iba a pasar, ya que esa nunca vi en guerra tal serenidad. El gran orco, con su hacha derecha totalmente libre volvió a chocar su arma contra la espada del nórdico.

La espada de acero no resistió el choque lo que provocó que esta se deshiciera frente a su portador. Mauloch retrocedió y rió a carcajadas con su gruesa voz de orco. El hombre sacó de su espalda una daga la cual goteaba de un extraño líquido. Cuando el jefe vió que el norteño no se había rendido aún se acercó fuertemente hacia él dispuesto a darle el golpe final. Y cuando saltó con sus hachas en mano, el nórdico se abalanzó por debajo moviendo la daga hacia las costillas del orco y sin parar de correr, quedó a sus espaldas, mirando hacia el lado opuesto. Mauloch cayó al suelo, completamente quebrantado. Vi como su energía desapareció sin dejar rastro, y devastado como un niño en el suelo, se quejaba del intenso dolor que sentía alrededor de todo el cuerpo. El caudillo, ahí mismo, frente a todos nosotros le exigió que retirara sus tropas si quería conservar la vida. Todos los hermanos observaron impactados, desconcertados y humillados como había caído nuestro líder; lo que provocó que los rubios les cortaran el cuello y enterraran las espadas en sus corazones.

Mauloch chilló la retirada y muy pocos sobrevivientes, escapamos a nuestros hogares.

La leyenda cuenta que el caudillo utilizaba un veneno muy especial que recogía de grandes seres de leyenda. Sobre el líder orsimer se rumorea que Mauloch huyó al este luego de la derrota, y que en una de las infinitas montañas de todo Tamriel, gritó con tanta furia que cubrió el cielo de su odio y frustración, jurando, hasta su muerte, que muy pronto reuniría otra vez a los hermanos orsimer y que tomarían venganza por los caídos en las manos de los norteños.

La Cola del Dragón (TES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora