CAPÍTULO II: El Talismán

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No tuvieron que andar mucho para avistar el campamento. Tras unos cinco minutos de caminata, al pasar un recodo del sendero llegaron al claro de la acampada. Fidelio aguardaba a su hijo con un poco de inquietud por su retraso y cuando lo vio llegar, respiró con alivio.

El comerciante estaba ordenando algunos fardos de mercancías mientras al lado del fuego reposaba una sartén con unos trozos de tocino y varios huevos fritos. Cerca del borde del claro, atado a un abedul, ramoneaba un pequeño caballo percherón, fortalecido por la costumbre de tirar de la carreta. Bajo un toldo que protegía del sol, el cual empezaba a estar ya alto, se veían una amplia alfombra y unos líos de pieles que habían servido de cabecero y camastro improvisado al joven y a su padre para pasar la noche.

A los pies de aquel lecho, un cofrecillo con ribetes rojos había llamado la atención de Arián la tarde anterior, mas cuando el chico quiso saber lo que contenía, su padre puso el dedo índice sobre sus labios, guiñándole el ojo en gesto de complicidad. El joven quedó bastante desconcertado y cuando Fidelio se marchó a la aldea de los lupitas con la carreta y algunas mercancías, intentó abrirlo pero tuvo que renunciar, frustrado, al comprobar que su padre se había llevado la llave.

Ahora el comerciante le reprochaba a su hijo el retraso, aunque sin demasiado enojo:

-¿Dónde has estado? Los huevos y el tocino deben estar ya fríos...Por lo menos veo que has traído el pan.

-Lo siento, padre, me entretuve con las historias del aedo y....

-Historias, fantasías...Sabes que tienes que ir a la aldea de los lupitas para recoger al pago de las mercancías que les dejé ayer.

-Sí, claro, pero es que además he conocido a una amiga. Hermíona, este es mi padre, Fidelio...-

Fidelio miró a la chica inquisitivamente.

-Ya te iba a preguntar quién es esta joven que te acompaña. Me parece algo atrevida, internándose así en el bosque con un desconocido, aunque sea mi hijo...

La muchacha se adelantó, ruborizada, y se dio a conocer:

-Me llamo Hermíona, señor, y soy aprendiz del Sumo Sacerdote Aquirón. Su hijo y yo nos hemos conocido cuando escuchábamos los relatos de Hímero, el aedo.

Entonces intervino Arian:

-¡Es una buena amiga, padre! ¡Al saber que hoy era mi cumpleaños me ha regalado esta espada...!

El chico se la mostró, orgulloso, a su progenitor y este la examinó mirando a Hermíona de cuando en cuando con desconfianza.

-Esta espada es muy valiosa... ¿Cómo te las has arreglado para conseguir el dinero necesario? –le preguntó Fidelio a la joven.

-El personal del templo tiene algunos privilegios en las tiendas y en otros lugares de la ciudad...

-De todas maneras no entiendo qué interés tienes por mi hijo, para llegar incluso a hacerle un regalo como éste...-insistió Fidelio, sospechando algo irregular en todo ello.

Hermíona no podía decirle que su acercamiento a Arian se había producido al comprobar la excepcionalidad de la mente del joven, pero tampoco podía dejar a su padre con aquellas suspicacias, así que tocó levemente la conciencia del mercader, en los pliegues donde anidaba la sospecha y la borró, mientras decía con simpleza:

-La verdad es que su hijo es muy simpático y me movió a compasión que en su cumpleaños no recibiese algún regalo...

Fidelio quedó un momento en suspenso pero de pronto sonrió y, con expresión animada, contestó:

El Libro de los PasajesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora