Capitulo 3: El Camino del Guerrero
Tras el primer día de trabajo, poco a poco su cuerpo fue adaptándose a las batallas diarias, incluso llegando a parecerle algo meramente mecánico.
Todos los días eran mas o menos igual. Llegaba a las seis y media, montaba las mesas del patio mientras el Guindilla pasaba la manguera para refrescarlo. Preparaban cubiertos, copas, platos y abrían la puerta. Los clientes empezaban a llegar enseguida. Durante las primeras horas el ritmo no era excesivamente alto (o quizás la costumbre provocaba esa sensación en él) y el maestro aprovechaba para darle "clases teóricas".
—La regla fundamental que todo camarero sigue al pie de la letra es la siguiente: No des viajes de vacío. Nunca. Si vas cargado de platos sucios al friegue, a la vuelta te pasas por la cocina a ver si hay platos para sacar, sino miras a ver si hay bebida en la barra, sino miras...
—Ya, ya lo pillo, nunca con las manos vacías.
Otras veces le dedicaban algunos minutos a casos mas prácticos.
—No puedes dar un viaje de platos sucios solo con tres. Al menos debes ser capaz de coger seis. Estiras los dedos así, ¿ves?. De esta manera puedes colocar platos aquí y aquí.
Y así pasaban los días, pero el maestro no dejaba que su alumno hiciera nada que no fuera montar, desmontar y recoger platos. Además de fregarlos al final de la noche, por supuesto. Un día, ansioso como estaba de entrar en acción de verdad, se dirigió al Guindilla y le espetó:
—Mira, ya estoy cansado de tus aburridas clases teóricas, que parece que me vaya a examinar para el carnet de conducir. Quiero hacer algo, pero algo de verdad.—soltó el mantel que sostenía y se cruzó de brazos, como diciendo "me planto, o me haces caso o dejo de respirar ahora mismo."
El Guindilla lo miró fijamente. Era el único de los dos que llevaba el uniforme reglamentario de camarero chusquero español. Camisa blanca, pantalón negro y boli de clic sobre la oreja. Era alto, desgarbado y extremadamente delgado. Unas ojeras pronunciadas acompañaban siempre a su mirada despierta y penetrante. Escrutó al muchacho y por un momento pensó que iba a desatar toda su furia sobre él. Pero no le gritó. Tras unos segundos mirándose mutuamente, por fin el maestro habló:
—Mira chaval, que quede claro de antemano que creo que no estas preparado, pero ya que parece que tienes tanta prisa por volar...—se metió la mano en el infierno de su mandil y extrajo un abridor. Al novato le pareció un simple sacacorchos, pero por lo visto estaba equivocado. Mientras lo sopesaba sobre su mano derecha, empezó a hablar.
—Este va a ser tu abridor, y tienes que tener clara una cosa. No es un abridor cualquiera. A partir de ahora es TU ABRIDOR. Protégelo con tu vida. Se te puede olvidar el reloj, se te pueden olvidar los cafés de la mesa del jodido rey de España, puedes incluso olvidar el cumpleaños de tu madre. Es más, por mi como si te olvidas de respirar. Pero nunca, bajo ningún concepto debes olvidar tu herramienta de trabajo. Sin escusas.—Su mirada pasaba intermitente de los ojos de su alumno al abridor y viceversa. Al final se lo tendió y añadió:
—Y recuerda, este abridor es muy especial. Está domado por mí mismo. Es un abridor legendario, curtido en mil batallas. Hace cosas que tú ni imaginarías. No lo olvides.
El joven aprendiz examinó el sacacorchos. Era viejo y tenía signos claros de desgaste. Tenía una parte metálica y otra de plástico, de tonalidad pardusca, donde se podía leer "Bodegas el Borrachuzo Feliz"
—Pero maestro, si es de propaganda y además... ¡Ay! —estaba jugueteando con él mientras hablaba y se había cortado con la punta. Era un corte ligero, apenas perceptible, pero empezó a sangrar como si se hubiera cortado la yugular. El Guindilla revolvió el pelo del novato con un gesto paternal y dijo:
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Historias de un camarero Zen
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