Capítulo 19

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–No me digas que vas a ser bueno –exclamó lord Henry, sumergiendo los dedos en un cuenco de cobre rojo lleno de agua de rosas–. Eres absolutamente perfecto. Haz el favor de no cambiar.
Dorian Gray movió la cabeza.
–No, Harry, no. He hecho demasiadas cosas horribles en mi vida. No voy a hacer ninguna más. Ayer empecé con las buenas acciones.
–¿Dónde estuviste ayer?
–En el campo, Harry. Solo, en una humilde posada. –Mi querido muchacho –dijo lord Henry sonriendo–, cualquiera puede ser bueno en el campo, donde no existen tentaciones. Ése es el motivo de que las personas que no habitan en ciudades vivan todavía en estado de barbarie. La civilización no es algo que se consiga fácilmente. Sólo hay dos maneras. O se es culto o se está corrompido. La gente del campo carece de ocasiones para ambas cosas, de manera que sólo conocen el estancamiento. –Cultura y corrupción –repitió Dorian–. Sé algo acerca de esas dos cosas.
Ahora me parece terrible que vayan alguna vez unidas. Porque tengo un nuevo ideal, Harry. Voy a cambiar. Creo que ya he cambiado.
–No me has contado cuál ha sido tu buena acción de ayer. ¿O fue más de una? –preguntó su interlocutor, mientras vertía sobre su plato una pequeña pirámide carmesí de fresas maduras, blanqueándolas luego con azúcar mediante una cuchara perforada en forma de concha. –Te lo puedo contar a ti, Harry, aunque a nadie más. Renuncié a perjudicar  una persona. Parece pretencioso, pero ya entiendes lo que quiero decir. Era muy hermosa, y extraordinariamente parecida a Sibyl Vane.
Creo que fue eso lo primero que me atrajo de ella. Te acuerdas de Sibyl, ¿no es cierto? ¡Cuánto tiempo parece que ha pasado! Hetty, por supuesto, no es una persona de nuestra posición, tan sólo una chica de pueblo. Pero me había enamorado. Estoy completamente seguro de que la quería.  Durante todo este mes de mayo tan maravilloso que hemos disfrutado iba a verla dos o tres veces por semana. Ayer se reunió conmigo en un huerto. Las flores de los manzanos le caían sobre el pelo y se reía mucho. Íbamos a escaparnos juntos hoy por la mañana al amanecer. De repente decidí que no cambiara por mi culpa.
–Imagino que la novedad de ese sentimiento te habrá proporcionado un estremecimiento de auténtico placer –le interrumpió lord Henry–. Pero estoy en condiciones de contarte el final de tu idilio. Le diste buenos consejos y le rompiste el corazón. Ése ha sido el comienzo de tu enmienda.
–¡Qué desagradable eres, Harry! No debes decir cosas tan espantosas. A Hetty no se le ha roto el corazón. Lloró, por supuesto, y todo lo demás. Pero no ha perdido la honra. Puede vivir, como Perdita, en su jardín de menta y caléndulas.
–Y llorar por la infidelidad de Florisel –dijo lord Henry, riendo, mientras se inclinaba hacia atrás en la silla–. Mi querido Dorian, tienes curiosas ideas de adolescente. ¿De verdad crees que esa muchacha se contentará ahora con alguien de su posición? Imagino que algún día la casarán con un carretero mal hablado o con un labrador chistoso. Y el hecho de haberte conocido, y de haberte amado, le permitirá despreciar a su marido, lo que la hará perfectamente desgraciada. Desde el punto de vista de la moral, no puedo decir que tu gran renuncia me impresione demasiado. Incluso como modesto principio es muy poquita cosa. Además,
¿quién te dice que en este momento Hetty no flota en algún estanque iluminado por las estrellas y rodeada de lirios, como Ofelia?
–¡Eres insoportable, Harry! Te burlas de todo y acto seguido imaginas las tragedias más espantosas. Siento habértelo contado. Me tiene sin cuidado lo que digas. Sé que he actuado bien. ¡Pobre Hetty! Cuando pasé a caballo esta mañana por delante de su granja, vi su rostro en la ventana, como un ramillete de jazmines. Vamos a no hablar más de ello, y no trates de convencerme de que mi primera buena acción en muchos años, el primer intento de autosacrificio de toda mi vida es en realidad otro pecado más. Quiero ser mejor. Voy a ser mejor. Cuéntame algo sobre ti. ¿Qué está pasando en Londres? Hace días que no voy por el club. –La gente sigue hablando de la desaparición del pobre Basil. –Yo pensaba que ya se habrían cansado después de tanto tiempo –exclamó Dorian, sirviéndose un poco más de vino y frunciendo ligeramente el ceño.
–Mi querido muchacho, sólo llevan seis semanas hablando de ello, y el público británico necesita tres meses para soportar la tensión mental que requiere un cambio de tema. De todos modos, ha tenido bastante suerte en estos últimos tiempos. Primero fue el caso de mi divorcio y el suicidio de Alan Campbell. Ahora se les ofrece la misteriosa desaparición de un artista. Scotland Yard sigue insistiendo en que la persona con un abrigo gris que el nueve de noviembre tomó el tren de medianoche camino de Francia era el pobre Basil, y la policía gala afirma que Hallward nunca llegó a París. Supongo que dentro de un par de semanas se nos dirá que lo han visto en San Francisco. Es una cosa extraña, pero de todas las personas que desaparecen acaba diciéndose que las han visto en San Francisco. Debe de ser una ciudad encantadora, y posee todos los atractivos del mundo venidero.
–¿Qué crees tú que le ha sucedido a Basil? –preguntó Dorian, colocando la copa de borgoña a contraluz, y preguntándose cómo era posible que hablara de aquel asunto con tanta calma.
–No tengo ni la más remota idea. Si Basil decide esconderse no es asunto mío. Si ha muerto, no quiero pensar en él. La muerte es la única  cosa que de verdad me aterra. La aborrezco.
–¿Por qué? –preguntó el más joven con tono cansado.
–Porque –respondió lord Henry, llevándose a la nariz una vinagrera dorada y aspirando el olor– en la actualidad se puede sobrevivir a todo, pero no a eso. La muerte y la vulgaridad son los dos hechos del siglo XIX que carecen de explicación. El café lo tomaremos en la sala de música, Dorian. Has de tocar a Chopin en mi honor. El individuo con quien se escapó mi mujer tocaba Chopin de manera verdaderamente exquisita. Pobre Victoria! Le tenía mucho cariño. La casa se ha quedado muy sola sin ella. Por supuesto la vida matrimonial no es más que una costumbre, una mala costumbre. Pero la verdad es que lamentamos la pérdida incluso de nuestras peores costumbres. Quizá sean las que más lamentamos.
Son una parte demasiado esencial de nuestra personalidad. Dorian no dijo nada, pero se levantó de la mesa y, pasando a la habitación vecina, se sentó ante el piano y dejó que sus dedos se perdieran sobre el marfil blanco y negro de las teclas. Cuando trajeron el café dejó de tocar y, volviéndose hacia lord Henry, dijo:
–Harry, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que quizá Basil Hallward
haya muerto asesinado?
Lord Henry bostezó.
–Basil era muy popular, y siempre llevaba un reloj Waterbury. ¿Por qué tendrían que haberlo asesinado? No era lo bastante inteligente como para hacerse enemigos. Es cierto que poseía un gran talento para la pintura. Pero una persona puede pintar como Velázquez y ser perfectamente aburrido. Basil lo era. Sólo me interesó una vez, y fue cuando me dijo, hace años, que te adoraba locamente, y que eras el motivo dominante de su arte.
–Yo le tenía mucho cariño –dijo Dorian con una nota de tristeza en la voz–. Pero, ¿no dice la gente que lo han asesinado?
–Lo dicen algunos periódicos, pero a mí no me parece nada probable. Sé que hay lugares terribles en París, pero Basil no era el tipo de persona que va a esos sitios. No tenía curiosidad. Era su principal defecto.
–¿Qué dirías, Harry, si te confesara que había asesinado a Basil? –dijo el más joven. Luego se lo quedó mirando fijamente. –Diría, mi querido amigo, que tratas de representar un papel que no te va en absoluto. Todo delito es vulgar, de la misma manera que todo lo vulgar es delito. No está en tu naturaleza, Dorian, cometer un asesinato.
Siento herir tu vanidad diciéndolo, pero te aseguro que es verdad. El crimen pertenece en exclusiva a las clases bajas. No se lo censuro ni por lo más remoto. Imagino que para ellos es como el arte para nosotros, una manera de procurarse sensaciones extraordinarias. –¿Una manera de procurarse sensaciones? ¿Crees, entonces, que una persona que una vez ha cometido un asesinato podría reincidir en el mismo  delito? No me digas que eso es cierto.
–Cualquier cosa se convierte en placer si se hace con suficiente frecuencia
–exclamó lord Henry, riendo–. Ése es uno de los secretos más importantes de la vida. Pero me parece, de todos modos, que el asesinato es siempre una equivocación. Nunca se debe hacer nada de lo que no se pueda hablar después de cenar. Pero vamos a olvidarnos del pobre Basil.
Me gustaría poder creer que ha terminado de una manera tan romántica como tú sugieres, pero no puedo. Mi opinión, más bien, es que se cayó en el Sena desde la victoria de un autobús, y que el conductor echó tierra sobre el asunto para evitar el escándalo. Sí; imagino que fue así como  acabó. Lo veo tumbado de espaldas bajo esas aguas de color verde mate con las pesadas barcazas pasándole por encima y con las algas enganchadas en el pelo. ¿Sabes? No creo que hubiera hecho en el futuro nada que mereciera la pena. Durante los últimos diez años su pintura había caído mucho.
Dorian dejó escapar un suspiro, y lord Henry cruzó la habitación y empezó a acariciar la cabeza de un curioso loro de Java, un ave de gran tamaño y plumaje gris, cresta y cola rojas, que se mantenía en equilibrio sobre una percha de bambú. Al tocarle aquellos dedos afilados, dejó caer a blanca espuma de sus párpados arrugados sobre ojos semejantes a cristales negros, y empezó a mecerse.
–Sí –continuó lord Henry, volviéndose y sacando un pañuelo del bolsillo–, pintaba cada vez peor. Era como si hubiera perdido algo. Probablemente un ideal. Cuando dejasteis de ser grandes amigos, Basil dejó de ser un gran artista. ¿Qué fue lo que os separó? Imagino que te aburría soberanamente.
Si es así, nunca te lo perdonó. Es una costumbre que tienen las personas aburridas. Por cierto, ¿qué ha sido de aquel maravilloso retrato que te hizo? No creo haber vuelto a verlo desde que lo terminó. ¡Sí, claro! Hace años me dijiste, ahora lo recuerdo, que lo habías enviado a Selby y que se perdió o lo robaron por el camino. ¿Nunca lo recuperaste?
¡Qué lástima! Era realmente una obra maestra. Recuerdo que quise comprarlo. Ojalá lo hubiera hecho. Pertenecía al mejor periodo de Basil. Desde entonces, su obra ha tenido esa mezcla curiosa de mala pintura y buenas intenciones que siempre da derecho a decir de alguien que es un artista británico representativo. ¿No publicaste anuncios para intentar recuperarlo? Deberías haberlo hecho.
–No lo recuerdo –dijo Dorian–. Supongo que lo hice. Pero lo cierto es que nunca me gustó de verdad. Siento haber posado para él. Su recuerdo me resulta odioso. ¿Por qué hablas de aquel retrato? Siempre me recordaba esos curiosos versos de alguna obra, creo que Hamlet… ¿cómo son, exactamente?
¿O eres como imagen de dolor, como un rostro sin alma?
Sí: eso es lo que era.
Lord Henry se echó a reír.
–Si una persona trata la vida artísticamente, su cerebro es su alma
–respondió, hundiéndose en un sillón. Dorian Gray movió la cabeza y extrajo del piano algunos acordes melancólicos.
–«Imagen de dolor» –repitió–, «rostro sin alma».
Su amigo de más edad se recostó en el sillón y lo contempló con los ojos medio cerrados.
–Por cierto, Dorian –dijo, después de una pausa–, «¿y qué aprovecha al hombre»… , ¿cómo acaba exactamente la cita?, «ganar todo el mundo y perder su alma?»
El piano dejó escapar una nota desafinada y Dorian Gray, sobresaltado, se volvió a mirar a lord Henry. –¿Por qué me preguntas eso, Harry?
–Mi querido amigo –dijo lord Henry, alzando las cejas en un gesto de sorpresa–, te lo preguntaba porque te creía capaz de darme una respuesta. Eso es todo. Cuando iba por el Parque este último domingo, me encontré, cerca de Marble Arch, un grupito de gente mal vestida escuchando a un vulgar predicador callejero. Cuando pasaba por delante, oí cómo aquel hombre le gritaba esa pregunta a su público. Todo ello me pareció bastante dramático. En Londres abundan los efectos curiosos como ése.
Un domingo lluvioso, un vulgar cristiano con un impermeable, un círculo de blancos rostros enfermizos bajo un techo desigual de paraguas goteantes, y una frase maravillosa lanzada al aire por unos labios histéricos y una voz chillona… , estuvo bastante bien, a su manera: toda una  sugerencia. Se me ocurrió decirle al profeta que el Arte sí tiene un alma, pero no el ser humano. Mucho me temo, de todos modos, que no me hubiera entendido.

El Retrato de Dorian GrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora