Capítulo 14

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Tal era el hombre que Dorian Gray esperaba. Su mirada se volvía hacia el reloj a cada momento. A medida que pasaban los minutos aumentaba su agitación. Finalmente se levantó y empezó a pasear por la estancia, con el aspecto de un bello animal enjaulado. Caminaba a grandes zancadas que tenían algo de furtivo. Y las manos se le habían quedado extrañamente frías.
La incertidumbre se hizo insoportable. Tuvo la impresión de que el tiempo se arrastraba con pies de plomo, mientras él, empujado por monstruosos huracanes, avanzaba hacia el borde dentado de un negro precipicio. Dorian sabía lo que le esperaba allí abajo; lo veía, incluso, y, estremecido, se aplastó con manos húmedas los párpados ardientes como si quisiera robarle la vista al cerebro mismo, empujando los globos de los ojos hasta el fondo de las órbitas. Pero era inútil. El cerebro disponía de su propio alimento, en el que se cebaba, y la imaginación, lanzada a grotescos excesos por el terror, se retorcía y deformaba como un ser vivo a causa del dolor, bailaba como una horrible marioneta sobre un escenario, y hacía muecas detrás de máscaras animadas. Luego, de repente, el Tiempo se detuvo para él. Sí; aquella dimensión ciega, de lentísima respiración, dejó de arrastrarse, y horribles pensamientos, puesto que el Tiempo había muerto, emprendieron una veloz carrera y desenterraron el espantoso futuro de su tumba para mostrárselo. Dorian lo contempló fijamente. Y el horror que sintió lo dejó petrificado.

Finalmente la puerta se abrió, dando paso al ayuda de cámara. Dorian
Gray lo miró con ojos vidriosos.
–El señor Campbell –anunció.
Un suspiro de alivio escapó entonces de los labios resecos de Dorian Gray el color regresó a sus mejillas.
–Hágalo pasar ahora mismo, Francis –sintió que volvía a ser el de siempre. Había superado el momento de cobardía.
El criado hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Instantes después entró Alan Campbell, con aspecto severo y bastante pálido, la palidez intensificada por los cabellos y las cejas de color negro azabache.
–¡Atan! ¡Cuánta amabilidad por tu parte! Te agradezco mucho que hayas venido.
–Me había propuesto no volver a pisar tu casa, Gray. Pero se me ha dicho que era una cuestión de vida o muerte –su voz era dura y fría y hablaba con estudiada lentitud. Había una expresión de desprecio en la mirada insistente con que procedió a estudiar el rostro de Dorian. Mantenía las manos en los bolsillos de su abrigo de astracán y dio la impresión de no haberse percatado del gesto con el que había sido recibido.
–Sí; se trata de una cuestión de vida o muerte, Alan, y para más de una persona. Haz el favor de sentarte.
Campbell ocupó una silla junto a la mesa, y Dorian se sentó frente a él. Los dos hombres se miraron a los ojos. En los de Dorian había una infinita  compasión. Sabía que lo que se disponía a hacer era espantoso. Después de un tenso momento de silencio, se inclinó hacia adelante y dijo, con mucha calma, pero atento al efecto de cada palabra sobre el rostro de su visitante:
–Alan, en una habitación cerrada con llave en el ático de esta casa, en una habitación a la que nadie, excepto yo mismo, tiene acceso, hay un muerto sentado ante una mesa. Hace ya diez horas que falleció. No te muevas, ni me mires de esa manera. Quién es esa persona, por qué ha muerto, cómo ha muerto, son cuestiones que no te conciernen. Lo que tienes que hacer es esto…
–Basta, Gray. No quiero saber nada más. Ignoro si lo que me acabas de contar es mentira o verdad. No me importa. Me niego por completo a verme mezclado en tu vida. Guarda para ti solo tus horribles secretos.
Han dejado de interesarme.
–Tienen que interesarte, Alan. Éste, en concreto, va a tener que interesarte.
Lo siento muchísimo por ti, pero no puedo evitarlo. Eres la única persona que me puede salvar. Estoy obligado a forzar tu intervención. No tengo alternativa. Eres un hombre de ciencia, Alan. Sabes química y otras cosas relacionadas con ella. Has hecho experimentos. Se trata de que destruyas el cuerpo sin vida que está ahí arriba; de destruirlo de manera que no quede el menor rastro. Nadie vio entrar a esa persona en esta casa. Se piensa, de hecho, que se encuentra actualmente en París. Pasarán meses antes de que se le eche de menos. Cuando eso suceda, es preciso que no quede aquí traza alguna suya. Tú, Alan, debes encargarte de convertirlos, a él y a todas sus pertenencias, en un puñado de cenizas que puedan esparcirse al viento.
–Estás loco, Dorian.
–¡Ah! Esperaba anhelante a que me llamaras Dorian. –Estás loco, te lo repito… Loco por imaginar que vaya a alzar un dedo por ayudarte, loco por hacer esa confesión monstruosa. No quiero tener nada que ver con ese asunto, se trate de lo que se trate. ¿Me crees dispuesto a poner en peligro mi reputación por ti? ¿Qué me importa en qué tarea diabólica te hayas metido?
–Se trata de un suicidio, Alan.
–Me alegro de saberlo. Pero, ¿quién lo ha empujado al suicidio? Estoy seguro de que has sido tú.
–¿Sigues negándote a hacer lo que te pido?
–Claro que me niego. No quiero tener nada que ver con ello. No me importa lo que te acarree. Mereces todo lo que te suceda. No me entristecerá verte deshonrado, públicamente deshonrado. ¿Cómo te atreves a pedirme, a mí especialmente, que tome parte en ese horror? Hubiera creído que entendías mejor la manera de ser de las personas. Quizá tu amigo Lord Henry Wotton no te ha enseñado tanto sobre psicología, aunque te haya enseñado mucho sobre otras cosas. Nada me llevará a dar un paso por ayudarte. Te has equivocado de persona. Acude a alguno de tus amigos. No a mí. –Ha sido un asesinato, Alan. Lo he matado. No sabes lo que me ha hecho sufrir. Se piense lo que se quiera de mi vida, él ha contribuido más a destrozarla que el pobre Harry. Quizá no fuera su intención, pero el resultado
ha sido el mismo. –¡Asesinato! ¡Cielo santo, Dorian! ¿A eso has llegado finalmente? o te  denunciaré. No es asunto mío. Además, sin necesidad de que yo mueva un dedo acabarán por detenerte. Nadie comete nunca un delito sin hacer algo estúpido. Pero me niego a intervenir.
–Tendrás que hacerlo. Espera, espera un momento; escúchame. Sólo tienes que oírme. Todo lo que te pido es que lleves a cabo un determinado experimento científico. Vas a los hospitales y a los depósitos de cadáveres y los horrores que ves allí no te afectan. Si en una espantosa sala de disección o en un laboratorio maloliente encontraras a un ser humano sobre una mesa de plomo al que se han hecho unas incisiones rojas para permitir que salga la sangre, lo mirarías como una cosa admirable. No te inmutarías. No pensarías que estabas haciendo nada reprobable. Considerarías, por el contrario, que trabajabas en beneficio de la raza humana,  o que aumentabas su caudal de conocimientos, o satisfacías su curiosidad intelectual, o algo por el estilo. Lo que quiero que hagas es, sencillamente, algo que ya has hecho muchas veces. A decir verdad, destruir un cadáver debe de ser mucho menos horrible que lo que estás acostumbrado a hacer. Y recuerda que es la única prueba contra mí. Si se descubre, estoy perdido; y se sabrá sin duda, a menos que tú me ayudes.
–No tengo el menor deseo de ayudarte. Eso es algo que olvidas. Lo único que me inspira todo este asunto es indiferencia. No tiene nada que ver conmigo.
–Alan, te lo suplico. Piensa en qué situación me encuentro. Unos instantes antes de que llegaras el terror casi ha hecho que me desmayara. Quizá tú también conozcas el terror algún día. ¡No! No pienses en eso. Míralo desde una perspectiva estrictamente científica. Tú no preguntas de dónde proceden los cadáveres con los que experimentas. Tampoco es necesario que lo investigues ahora. Ya te he contado demasiado. Pero te  suplico que lo hagas. Fuimos amigos en otro tiempo, Alan.
–No hables de eso. Aquellos días están muertos.
–A veces lo que está muerto perdura. El individuo del ático no desaparecerá.
Está sentado en la mesa con la cabeza caída y los brazos colgando. ¡Alan, por favor! Si no vienes en mi ayuda, estoy perdido. ¡Me ahorcarán! ¿Es que no lo entiendes? Me ahorcarán por lo que he hecho. –No sirve de nada que prolongues esta escena. Me niego categóricamente a intervenir en este asunto. Tienes que estar loco para pedirme una cosa así.
–¿Te niegas?
–Sí.
–Te lo suplico, Alan.
–Es inútil.
La misma expresión compasiva apareció de nuevo en los ojos de Dorian Gray. Luego extendió el brazo, tomó un trozo de papel y escribió algo en él. Lo releyó dos veces, lo dobló cuidadosamente y lo empujó hasta el otro lado de la mesa. Después se levantó, acercándose a la ventana.

El Retrato de Dorian GrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora