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Las luces danzaban como luciérnagas en fila entre variados colores cálidos y fríos pasando del amarillo al naranja, del naranja al verde, del verde al rojo, del rojo al amarillo y así sucesivamente formando la ciudad a través de la ventanilla del avión. Ya todo estaba en calma. Las personas entretenidas en sus propios mundos dentro de sus cabezas ignorando el espectáculo de las pequeñas criaturas brillantes con alas. Que ignorantes podemos llegar a ser los humanos, nos perdemos esos detalles que quizá no se repitan, como la danza que ocurría bajo nuestros pies en este momento.

Mis amigas habían caído dormidas hace un momento, reír cansa demasiado y estar divirtiéndose otro poco más pero siempre vale la pena si es bien acompañado. Estuvieron como niñas pequeñas todo el rato hasta dormirse. Los nervios y ansiedad de algo nuevo, esa curiosidad de una aventura y la valentía por cambiar las tradiciones te deja bastante agotado. Es la primera vez que salimos todas juntas a un lugar que ninguna conoce exactamente, la primera vez que hacemos un viaje tan largo, la primera vez que nos sentiremos libres sin esas ataduras de adolescentes típicos a esta edad, la primera vez que vivimos algo realmente sorprendente, nuevo y revelador. Por mi parte, ya había hecho un viaje largo, pero fue al otro lado del enorme charco que separa los continentes. Y mi experiencia había sido excepcional si no hubiera sucedido lo que tuvo que suceder. Me gustaría haber sido más rápida que el amor, que las flechas de Cupido, pero lamentablemente nadie lo es. Una flecha me llegó, ese enamoramiento loco me atrapó para no soltarme, y ocurrió la catástrofe.

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Tenía tan solo quince años de edad en ese momento, nada de experiencia y poca fe en mí misma. Una mala combinación al unirla con que viajaba al otro lado del mundo donde todo era nuevo para una adolescente. Recuerdo que lo primero que me recibió fue un malentendido en la Policía Fronteriza, la mujer policía criticó la estructura de mi familia por el hecho de que permitieran que una niña viajara con su abuela a ver a su tío para pasar Navidad y Año Nuevo juntos. También recuerdo las lágrimas caer por mis mejillas al escucharla hablar así de mi familia, ella al verlas reaccionó como que no había sido la causante de aquello y eso me molestó bastante pero no podía hacer nada, solo era una niña. Luego de eso nos dirigimos fuera del aeropuerto y, justo allí, ocurrió lo que me hubiera gustado que no sucediera. Me hago responsable del error, fue mi culpa, al fin y al cabo. Él solo caminaba distraído con su maleta hacia la puerta de salida, yo también, pero fue mi maleta la que chocó contra la suya. Primer error.

– Disculpa. – dijimos a la par, nos miramos y sonreímos. Mágico, ¿no? Para mí, no lo fue, para nada. En ése momento únicamente pensaba en que me tragara el suelo por lo torpe que había sido.

Él me miraba, desde arriba hacia abajo y volvía su vista al mismo lugar. Debo admitir que sí era guapo, bastante, y eso solo fue causante de que me dijera para mí que nunca de los nunca ese golpe torpe iba a dar para algo más. Yo lo sabía, era bastante claro, pero para él no, quiso arriesgarse.

− ¿Cuál es tu nombre? – con pronunciar esas palabras sabía que estaba perdida, ya no tenía vuelta atrás. Lo que se sumó a esa frase fue una sonrisa entre amable y coqueta, le sonreí por amabilidad y porque me perdí en esos labios junto con sus dientes perfectos.

− Bianca... − murmuré como pude superando mi nudo en la garganta y mis nervios al estar cerca y hablando con un chico así, de esos sacados de revistas, de esos que sabes que nunca te hablarán, de esos que solo quieren a las más bellas.

− Un gusto, soy Jack. – su nombre me recordó a un libro que no había leído hace demasiado tiempo, Electro de Javier Ruescas y Manu Carbajo. En mi imaginación, Jack real se parecía a Jack personaje, más de lo que me gustaría admitir teniendo en cuenta mi aprecio por Jack personaje.

No me considero una persona social, animada y mucho menos cuando se trata de chicos. Siempre mi timidez gana, lo que quiere decir que quedo muda. Esta vez no había sido la excepción. Él me miraba y yo a él, pero no podía hablar ni apartar mis ojos de los suyos. Me habían atrapado como una red de pesca a un pez indefenso y lento, llevándome a un mar desconocido donde todo era diferente y extraño. Solo sé que tanto el pez como yo queríamos escapar, pero no podíamos, la red era demasiado impotente y llamativa para ambos. No tengo idea en que momento fue cuando oí a mi abuela llamarme a lo lejos, como si se hubiera alejado demasiado de mí. Quitó la red a lo que me dejó perdida, al pez igual.

− Me debo ir, nos vemos luego.

Eso fue todo lo que dijo para luego alejarse de donde estaba, dejándome atontada y perdida. Solté el aire contenido, ni sabía que había estado aguantando la espiración. Me giré, estable, y me dirigí hacia mi abuela. Allí estaba mi tío que nos había venido a buscar, lo abracé con todo lo que lo había extrañado desde la última vez que lo vi y por el hecho de que necesitaba un abrazo. Me lo devolvió mientras me sobaba la cabeza y besaba mi frente. Nos separamos para dirigirnos al automóvil, hablando de todo lo perdido, de lo que cenaríamos esa noche y de todo lo que nos esperaba conocer. Hubiera querido no desear volver a encontrarlo, no tener la necesidad de conocerlo, no ilusionarme, pero era tarde para todo. Ya lo había hecho. Y de la peor forma. El pez se reiría de mí por querer quedarme en la red. Quizá por más tiempo del que hubiera querido.










Dónde aterriza el aviónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora