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Debo admitir que Madrid había sido admirado por mí aún sin haber estado alguna vez allí. Hasta que pose mis pies sobre sus tierras descubriendo desde la última nube que llegaba hasta las sierras como la última roca que era salpicada por las aguas cristalinas de los ríos. En esos momentos, para una niña como yo, era fácil de sorprender con cualquier detalle minúsculo. Me gustan mucho esos pequeños detalles que las personas solemos ignorar por la razón que sea, siempre son los que le dan algo a lo grande que se suele apreciar. Son esos que están allí invisibles e importantes, ocultos y sobrevalorados. Creo que, nosotros, las personas, podemos llegar a ser como esos pequeños detalles. Estamos allí, junto al otro, pero rebajados u opacados, silenciosos y atentos a si alguna vez podemos llegar a ser más que un simple y pequeño detalle.

Mi decisión al respecto del viaje que había realizado era volver diferente. Y mira que volví diferente. Para este viaje, contrario al anterior a Madrid, con mis amigas, quería volver con experiencias y aventuras vividas. Sé que sin ellas la persona que soy ahora quizá ni fuera así. Les debo casi la vida. El sol ya se alzaba en el horizonte entre las nubes, parecidas a copos de azúcar rozados y anaranjados, perfecto para una fotografía. Tomé mi cámara en manos para ajustarla, colocarla en la posición que me gustara y detener ese recuerdo en una imagen infinita. Congelar momentos de la vida es lo mejor que puede existir, a pesar de que pase el tiempo y los años esas tomas seguirán ahí, refrescando la memoria mientras nos devuelven a esos recuerdos felices que vivimos en su momento. En cierto sentido, te sientes bien por poder tomar ese momento para ti sin temer que el olvido te lo arrebate de las manos para no volver jamás. El don de tomar una buena fotografía debe ser apreciado, no todos pueden lograrlo, es increíble conocer a personas con ese don. Por desgracia muchas personas no descubren que lo poseen porque su potencial está siendo utilizado en otra cosa, está siendo malgastado. No existe una persona sin potencial, sólo hay personas sin descubrir donde encaja para convertirlo en algo sorprendente.

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Esa última frase no es mía, sino que es de Jack. Estaba sentado en una banca de Retiro, un parque inmenso donde los colores verdes y marrones se unen creando naturaleza silvestre y el color azul va con llamativos anaranjados de la mano. Mi tío nos había llevado para conocer algo importante de Madrid, un lugar que debíamos ir sin excusas ni protestas. Caminábamos por las sendas junto a las hojas que volaban alrededor de nuestras cabezas y otras que crujían bajo nuestros pies produciendo, en mi interior, la necesidad de comenzar a dar saltitos sobre todas con tal de escuchar ese crujido. No sé en qué momento ocurrió mi alejamiento de donde estaban mi tío y mi abuela, pero eso causó lo siguiente.

− Te dije que nos veríamos luego. − habló desde donde estaba sentado provocando que diera un respingo de sorpresa al oírlo. Ya daba por perdido volver a encontrarlo, Madrid podía llegar a ser demasiado inmensa.

Me volví a verlo. Ahora parecía, definitivamente, un modelo de revistas. Llevaba una sonrisa divertida colgando de sus labios, sus dedos tamborileaban sobre sus vaqueros a la altura de la rodilla marcando un ritmo indescifrable para mí y su cabello era una completa revolución. Esta vez no me petrifiqué como una estatua, pero tampoco poseía la movilidad de una serpiente. En ese momento me consideré un arbusto, que danza en su lugar sin asustar ni llamar la atención suficiente. Volvía a mirarme de arriba abajo, pero esta vez consideré si iba mal vestida. Di un repaso mental de mi vestimenta, si era llamativa o cutre, o lo que fuera lo suficientemente extraña para llamar su atención. El examen dio negativo. Seguía sin saber que era lo que miraba en mí. En comparación con todas las chicas, mi persona no era llamativa en ningún sentido. Tomé aire mientras reunía fuerzas y valentía para hacer lo que pensaba hacer. Me dirigí a él, tomé asiento a su lado en la banca y miré hacia los patos. Quería analizarlos, observarlos hasta que me devolvieran la mirada y dijeran "Cuack", pero no podía con su mirada sobre mí.

− ¿Siempre eres así de callada? − soltó casi en un murmullo audible. Con eso me bastó para saber que se había acercado lo suficiente provocando que los nervios me brotaran en mi interior. Según mi cordura en ese instante, diría que mis nervios habían provenido desde las puntas de mis dedos de los pies.

− Sí... − logré murmurar entre mis labios secos y mis nervios hasta la cabeza.

Recuerdo su mirada al oír mi respuesta. Joder, sus ojos habían tomado un brillo divertido y su sonrisa llegó hasta sus orejas, se le podían ver unos pequeños hoyuelos en cada mejilla. Me había quedado observándolo, perdida, de nuevo, y había sonreído cuando lo vi mostrar esa sonrisa ganadora de premios. Su mano se acercó a mi cabello despeinado, hecho un nido de pájaro, tomó un mechón que colgaba junto a mi rostro, lo enredó entre sus dedos mientras soltaba una leve risa para colocarlo detrás de mi oreja pasando su dedo por el borde de esta, provocando escalofríos por todo mi cuello. Una sonrisa tonta se me escapó, mis ojos danzaban sobre los suyos y mi garganta se había vuelto seca. Que tonta habré parecido en ese momento. Una chica callada y tímida cayendo en la boca del lobo por su poco autoestima y esperanzas en el amor.

Creo que, a partir de esa respuesta formada por dos simples letras, una consonante y una vocal, todo con él había cambiado. No sé si para bien o para peor.

Dónde aterriza el aviónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora