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El viento frío surcaba el aire como si de un barco en alta mar se tratase. El cielo, encapotado en nubes, no dejaba ver el hermoso resplandor de la luna en lo alto de la colina. Ciertamente, Grindeywood lucía de luto en ese fatídico día. Asomado por el enorme ventanal se encontraba él, lleno de melancolía y rencor hacia sí mismo. Veía a su fiel manada ser azotada por una realidad cruel y bizarra. Todo había sido su culpa. Dolía como mil dagas clavándose en su interior. La Diosa había sido generosa con él pero ¿qué había hecho?
Marchitar a esa pequeña rosa.
Nunca había sabido que era el amor hasta que vio sus hermosos ojos azules como el mismo mar. A pesar de ello, no supo ser el compañero que ella merecía. El rostro de ella surcado en lágrimas lo perseguía cada noche en sus pesadillas.
Giró sobre sus pies dejando la vista de su pueblo para fijarla en un retrato que colgaba de la pared. Los candelabros iluminaban la pintura dándole esos toques de sombra, vislumbró la tenue sonrisa de ella en aquel poste colorido. Recordaba aquel día con exactitud: Su hermana pequeña se había encaprichado en hacerle un retrato a la joven. Sin saber cómo, la pequeña consiguió a uno de los mejores pintores del reino e hizo la pintura a escondidas de su hermano.
- Nunca podré perdonarme el daño que te he hecho mi pequeña, nunca.
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