Cántico de la muerte

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Un viento sibilante inundaba la costa, una densa neblina escondía la bahía. La casa antigua, desgastada y de aspecto rural, entre la espesura del bosque se escondía. El constante sonido de la lluvia cayendo a cada segundo se podía escuchar desde la lejanía. Todo el valor se escapaba por la rendija de la ventana y desaparecía.

La mujer de avanzada edad levantaba su mirada del suelo astillado y perfilado por el trascurso de los años. Su rostro erosionado por miles de desgracias la hacía ver tan sabia como la edad de su corazón y su penuria.

La tormenta comenzaba como cada noche, la luna llena gritaba desde el horizonte con un aire de melancolía y las frías masas de agua salada se revolvían. Una gran luz cegadora aparecía desde los fondos marinos, un sonido crepitante como el de una llama resquebrajaba el silencio. Unos pasos deslizantes y respiraciones agitadas.

—Ellos vienen a por mí; regresan una y otra vez —Comenzaba a repetir la anciana afligida—. No descansarán hasta que tengan mi alma.

Una cristalina lágrima recorría las hendiduras y manchas de su piel curtida, salados recorridos surcaban su rostro mientras lloraba en silencio. El agua que expulsaba sus ojos se uniría a la gran charca marítima.

Su respiración simuló pararse un instante cuando el pomo pareció girar, produciendo un metálico ruido la puerta de entrada. Unos recuerdos encerrados resurgían, los susurros pasados se esparcían en el interior de sus tímpanos.

Una niña jugaba con la arena a unos pasos del agua mientras sus hermanos mayores se bañaban. Un sonido acelerado, una gran sombra, un grito desgarrador que se escapaba y ellos ya no estaban. Lo siguiente que recordó fue esa heladora mano que agarró sus piernas, el hielo se extendió por todo su costado inferior, su corazón agitado y la falta de oxígeno.

Ese ente era como un ánima en fuga que regresaba del infierno a por ella; una cándida niña sin ninguna protección. Un grito furtivo salió de sus cuerdas vocales alertando a personas cercanas. El ser se alejó, sin antes decirle en su mente.

—Somos Infinite, que ni viven, ni perecen; volveremos a por ti porque nadie se nos escapa.

La silueta irregular e incorpórea, jamás se le borró de la memoria. A día de hoy podía verla con claridad: de gran envergadura, con forma de anfibio y un aliento frío como un témpano; sin rostro alguno, ni en apariencia órganos. Sus dedos lo traspasaron por completo aquel día.

Ella deslizó la mano por el frío metal, continuaba en la silla de ruedas, antes de ladear la cabeza. Un quejido sonoro, un corazón detenido para siempre. Su asiento de por vida chocó contra la ventana de un tamaño considerable, una lluvia cortante y brillante formada por fragmentos se la llevó en su caída. Se perdió para siempre en el lecho de su dueña, las oscuras aguas del mar.

Despertó el cántico de la muerte antes de que el pueblo volviese a la normalidad, se continuaron tiñendo por la eternidad para ser nombrado mar Rojo; las aguas malditas e invisibles que solo son capaces de ver los malditos, el color escarlata mezclado con la sangre de mil generaciones.

Fragmentos SolitariosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora