Parte III

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Aquella mañana fue maravillosa. El aroma y el sabor del café y los postres, el trino de las aves, el murmullo de los clientes, los autos al pasar, la voz y la risa aterciopelada de Cordelia formaban la rapsodia más bella que había oído nunca. Poco a poco dejamos de hablar de literatura y filosofía para pasar a debatir sobre temas intrascendentes o detalles curiosos de nuestras vidas. Ella era apenas un año menor que yo, venía de una familia de clase media y numerosa, se notaba humilde pero confiada de sí misma, era increíblemente culta y muy inteligente. Despertó en mí las ganas de conversar y discutir con otras personas que se habían apagado hace ya tanto tiempo que había comenzado a creer que me estaba convirtiendo en un eremita sin enmienda.

Cuando nos acabamos todo y también los temas de ese día, nos despedimos con un apretón de manos. ¡Qué mano tan tersa, dedos delgados de pianista, tan femenina! Cordelia se ofreció amablemente a llevarme a casa, pero me negué tajantemente. Quería estar con ella, sí, pero no la quería como mi lazarillo.

Quedamos de vernos nuevamente la semana siguiente, en el mismo lugar y a la misma hora. Para mi sorpresa, aquel día era domingo. Aquellos seis días siguientes lo pasé divagando de un lugar a otro entre los recovecos de mi mente, buscando en mi memoria la conversación que había entablado con la chica y buscando nuevos temas para que aquellas amenas discusiones no acabaran pronto. Salíamos cada vez más seguido. Poco a poco dejé que tomara mi brazo, no para guiarme, sino como un gesto de la más pura amistad. Releía todos los días mis libros para buscar temas de debate e incluso llegué a pedirle a un viejo amigo que me consiguiera más. De vez en cuando cambiaba la sintonía de la radio, para dejar parcialmente de lado a Mozart y dar paso a canciones contemporáneas que pudieran hablar de lo mucho que podía cambiar una vida cuando la persona correcta aparece en el momento indicado.

Pedí ayuda a un vecino amigo y me recortó la barba y el pelo, que habían comenzado a crecer en increíble desorden. Ahora, cuando pasaba las manos por mi cara al despertar, me sentía más ordenado y formal. No había dejado de asearme, obviamente. Y el perfume de bosque boreal, sentía ingenuamente que comenzaba a surtir efecto. Había aceptado la compañía del ama de llaves y solía hablar con ella mientras limpiaba mi pequeño hogar, que según ella se había vuelto un museo de polvo y pelusas. Cuando salía a caminar en soledad, pensaba en Cordelia, y disfrutaba mucho más que antes de los sonidos típicos de la ciudad. Ni las bocinas ni el griterío me parecían molestos. Simplemente eran símbolo de la vida floreciente de aquel lugar, y eso era motivo suficiente para alegrarme.

Fue una sorpresa de lo más agradable cuando Cordelia apareció una tarde con dos entradas para el teatro. Estaba emocionada porque se presentaría la Orquesta Juvenil de la ciudad con un amplio repertorio de música barroca y no había dudado ni un momento en compartir aquella pasión conmigo, otro melómano amante de lo clásico.

Esa tarde me aseé con extremo cuidado, poniendo especial atención a los aromas del baño, que ya no eran sinónimos de higiene y buena salud. Ahora eran también símbolo de prepararse con esmero para alguien más.

Cuando salí de casa, conté como acostumbraba cada paso hasta el lugar donde habíamos acordado encontrarnos. Eran trecientos sesenta y cinco, como los días del año. Cuando llegué al lugar, una plazoleta que de seguro estaba siendo iluminada por diversas farolas y adornado con flores rezumantes de aromas, oí su voz cerca de mi oído. La saludé y juntos, para mi sorpresa, caminando de la mano, caminamos hacia el teatro.

La función cumplió nuestras expectativas con creces. El mullido asiento de terciopelo, los reposa brazos de madera pulida, las luces que emanaban un calor agradable y la compañía de Cordelia multiplicaban el placer de la sinfónica por millares. Las piezas, cada una de ellas tocadas con esmero y amor, eran el acompañamiento perfecto para aquella noche, en la que las estrellas brillarían como todos los días, pero que, para almas renacidas como la mía, podrían verse más brillantes.

- ¿De qué color son las estrellas? – le pregunté momentos después del fin del espectáculo, cuando habíamos decidido quedarnos a charlar en una de las bancas de la plaza, mientras disfrutábamos la briza fresca de la noche.

- Pues, varían del rojo al blanco según su edad- me contestó con seriedad- Pero desde aquí, pareciera ser que todas son blancas.

- Ya no recuerdo algunos colores- confesé con pesar.

Cordelia se limitó a tomarme la mano nuevamente, y de forma lenta y pausada, como un antiguo video, se acercó a mí y me besó en los labios. Fue un beso delicioso, romántico. Cerré los ojos y la besé también.

Fui lanzado desde la tierra a lo más alto del cielo en pocos segundos.

Entonces, abrí los ojos.

Y vi.

La vi, frente a mí, radiante, brillante como una estrella. Infinitamente preciosa.

Y descubrí el significado de aprender a ver el mundo con otros ojos.

Con los ojos amorosos de Cordelia.

Y sonreí, esta vez, para siempre.



                                                                                ...Fin...




¡4000 palabras exactas!

Espero que hayan disfrutado tanto de la historia como de la música. Y que cuando encuentren a alguna Cordelia en su vida, no la pierdan nunca. 


¿De qué color son las estrellas? [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora