Capítulo I - continuación

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2.
Le llevó toda la jornada empacar sus pertenencias. Consiguió pasaje al Planeta Rojo para la mañana siguiente; el éxodo masivo se produciría 48 horas más tarde, luego de la celebración de fin de curso de los estudiantes.
A las 6 de la mañana del día siguiente, Edward Norton arribó al salón que la base de la NASA destinaba a preembarques y arribos, dado que la Luna carecía hasta la fecha de cualquier otra edificación destinada al albergue de las potentes máquinas de transporte
al menos hasta el año entrante, época para la cual estaba prevista la inauguración de un cosmopuerto internacional independiente.
Una vez en su asiento, se relajó y aguardó la cuenta regresiva. Tras esta, los motores del pequeño cohete se encendieron, dando inicio a una travesía que se prolongaría por ocho días. Desde su ventana, dedicó un último vistazo a la Tierra. ¿Quién sabe si alguna vez podría volver a hacerlo? Observó con detalle y nostalgia la parte visible de su superficie, suspendida en la inmensidad. Desde la lejanía, aún se asemejaba al lugar que hasta hacía medio siglo había oficiado de morada para el ser humano.
A pesar de sus jóvenes 14 años al momento del abandono, los recuerdos del planeta en que había sido procreado permanecían intactos en su memoria. Añoraba su hogar en Nueva York, aunque sus características distaran de ser las de la ciudad en que habitaran sus antepasados. Una gigantesca cúpula la protegía en sus últimos tiempos del furioso clima (al igual que otras similares lo hacían con el resto de las urbes
todavía en pie). Las aguas de los mares ya no eran azules sino negras y furiosas, y no existía otra flora o fauna que la preservada en laboratorios especialmente montados con ese propósito. Pero la prefería, con todos sus defectos, al insípido suelo marciano. El arraigo era más fuerte.
—Hasta pronto, querido planeta... —le dijo en un susurro melancólico, y apartó los ojos.


3.
La colonización de Marte había comenzado en los albores del nuevo milenio y concluyó, como ya se indicara, a mediados del siglo XXIV. El envío de diversas sondas al cuarto planeta del Sistema Solar confirmaría la existencia de gran cantidad de mares
congelados (la mayoría, subterráneos), y el histórico hallazgo resultó ser el factor que propulsó definitivamente la labor. Con el abundante líquido vital a disposición de los futuros astronautas que se posarían en su superficie, se reducirían en forma
considerable todo tipo de costos.
El problema principal con el que se topaban los científicos entonces era crear una atmósfera adecuada para la subsistencia. Luego de varios años de exhaustivos estudios, se acordó que la metodología más práctica a emplear para lograr el objetivo
consistiese en crear un "efecto invernadero" a través de gases que permitieran al planeta retener el calor procedente del Sol. Paradójico pero real: el mismo
procedimiento que destruía la Tierra se convertía en la herramienta principal de la que se valía el hombre para continuar subsistiendo...
Poco a poco, Marte empezó a poblarse de fábricas productoras de los mencionados gases (controladas siempre por computadoras desde su vecino más cercano y alguna periódica misión tripulada de mantenimiento), y su temperatura ascendió con los años.
Las aguas se descongelaron y formaron mares, y de los suelos, fertilizados por trabajos inducidos, comenzó a brotar la vida. El paso siguiente fue el más importante: cuando el clima se volvió lo suficientemente apto, dio inicio la Misión Arca de Noé,
mediante la cual se trasladó al 70% de la fauna sobreviviente para empezar a poblarlo.
Su adaptación sin mayores inconvenientes (aunque, a pesar de asemejarse, el Planeta Rojo jamás sería idéntico a la Tierra) proporcionó la señal de que la última etapa había concluido con éxito. El resto es historia conocida por todos: el arribo de los primeros
contingentes de seres humanos, la construcción de las ciudades a la par de laboratorios en los que se clonaban animales usuales y hasta los ya extinguidos como elefantes y caballos, y la disputa hasta hoy vigente de las naciones que quedaban en
pie por centímetros más o menos de territorio.
Edward Norton poseía una modesta vivienda en las inmediaciones de la ciudad de Nueva York, en los Estados Unidos de América. Claro que América ya no era el continente que solía ser. Su fisonomía continuaba siendo irregular, pero la disposición de los nuevos mares la asemejaba a una sola gran porción de tierra, a diferencia de los tres sectores que antiguamente la dividían en norte, centro y sur. La casa constaba de
un pequeño piso, un jardín y un sótano, y permanecía deshabitada desde su exilio en la Luna. A su dueño no le agradaba tenerla vacía, pero no contaba con familiares que pudieran ocuparla. Siendo único hijo gracias a la política de concientización que se
pregonaba en la Tierra desde épocas aún anteriores a su nacimiento (no se permitía a ninguna familia darse el lujo de tener más de un descendiente por la falta de espacio físico en las ciudades), quedó completamente solo tras la muerte de su madre, acontecida en el año 2380.

Arribó al cosmopuerto neoyorquino pasadas las 3 de la tarde, y una vez realizados los trámites pertinentes tomó un taxi y abandonó el lugar.

La grave y cavernosa voz del taxista lo devolvió a la realidad, tras 10 minutos de viaje en abstracción total.
—¿Perdón? —dijo, pues no le estaba prestando atención.
—Si recién llega.
"Al parecer, los conductores jamás se quitarán esa costumbre de pecar de amables con su pasaje dándole charla, sin saber que a veces no hacen más que molestar", pensó antes de contestar.
—Ah... Sí, sí —respondió secamente.
La vasta experiencia del hombre al volante le hacía percibir el estado de ánimo de sus acompañantes con solo oír unas pocas palabras de sus bocas y sus tonos. Al instante, supo que le tocaba lidiar con uno típicamente tosco, pero igualmente continuó intentándolo.
—¿De dónde viene? Si me permite el atrevimiento, su palidez denota que no acaba de pasar sus vacaciones en un lugar soleado.
—De la Luna.
—¿Estudiante, científico o profesor?
—Científico y ex profesor.
Respondió, rogando que sus palabras no dieran pie a un análisis de la situación imperante en el satélite juntamente con un pedido de la narración de sus experiencias personales. Fijó la vista en la ventana para que su interlocutor corroborara por el
espejo retrovisor su intención de continuar callado. Este, echando un vistazo, se percató de ello al instante y no volvió a abrir la boca hasta el final del recorrido.
Ya en las afueras de la gran urbe, el viaje se prolongó por otros 10 minutos, durante los cuales no se sucedieron más que llanos rojizos cubiertos de pastizales amarillentos (color usual de la flora, dada la composición del suelo), paisaje solo alterado de vez en cuando por la aparición de alguna que otra construcción. A pesar de ser Marte visiblemente menor en tamaño que su vecino cuerpo celeste, la escasa cantidad de seres humanos sobrevivientes(6) brindaba escenas como aquella, en las que se podían observar grandes extensiones de terrenos prácticamente vírgenes.
El andar silencioso del vehículo y su falta de contacto con la carretera habían logrado que a Norton lo asaltara un sopor inusitado. El único factor que le impidió caer rendido ante el sueño fue la corta distancia que lo separaba de su destino.

Llegó. Pagó el transporte y lo siguió con la mirada hasta que se perdió en lontananza.

Buscó en su bolsillo una vieja y fina llave computarizada con la que abrió el candado de la verja que denegaba el acceso a todo foráneo. Atravesó el árido terreno en el que alguna vez hubo un jardín y repitió la operación anterior con la puerta principal de la casa, esta vez tecleando un código personal en el minúsculo y sucio tablero situado a la derecha de la entrada, a la altura de su pecho. A tientas halló el interruptor de la luz que una vez accionado permitió que cuatro potentes focos, ubicado cada uno en un rincón, iluminasen la sala en su totalidad. Muebles empolvados y varias enciclopedias de Astronomía sobre ellos permanecían en la misma posición en que los había visto por última vez, hacía ya un año, durante sus más recientes vacaciones.

Subió las escaleras y arribó a su estudio. Una computadora sobre un escritorio de trabajo y una biblioteca plástica negra de dos cuerpos atestada de libros constituían el único amueblamiento de la sala. "Hay mucho trabajo por hacer", pensó, y casi
instantáneamente puso manos a la obra.


  6) Al momento del éxodo, la población terrícola se conformaba por unas 2.000.000.000 de personas.  

El Salto CuánticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora