III

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Últimamente, al salir a clase, siempre me encontraba con ella. Era extraño porque nuestros horarios hacían eso prácticamente imposible. Nunca antes nos habíamos cruzado al salir de la residencia. Sin embargo, el saludarnos y caminar uno al lado del otro se había vuelto costumbre. Tanto, que había derivado en formales conversaciones entre dos desconocidos a partir del silencio, más adelante en las charlas coloquiales de aquellos que empiezan a entablar una amistad.

Como decía antes, era una situación realmente extraña. Muy extraña. Lo digo tres veces porque parecía demasiado extraordinaria, creada por mi hormonado cerebro.

No era como si nos reuniéramos todos los días ni que fuera a propósito ni nada por el estilo. Eso era lo más curioso de todo, que nuestros encuentros, cada vez más frecuentes, fueran enteramente fortuitos. Y el hecho de poder apreciar esos admirables y amables ojos azules observándome directamente o como uno de mis comentarios era capaz de provocar una de sus escasas pero radiantes sonrisas... Eran sucesos que me hacían estremecer y acalorarme solo de rememorarlos.

Con esos vergonzosos pensamientos en mi mente, cerré la puerta de mi habitación. Un estremecimiento me recorrió cuando el eco de la puerta contigua me alcanzó. Aunque agradecí tener la oportunidad de encontrarme con ella un día más, temía que fuera capaz de leer mi mente a través de mi cara.

La saludé tímidamente en el pasillo. Astrid me respondió con una sonrisa suave, de esas que hacían que su fleco rubio se meciera y que el azul de sus ojos se opacara. Ese simple gesto estuvo a punto de provocarme una taquicardia, pero, con un carraspeo, cuadré mis hombros y logré corresponderle. Ella me observó suspicaz, pero no dijo nada.

Comenzamos a caminar, en busca de las escaleras. Generalmente, a ese punto, ya habríamos comenzado una conversación sobre alguna táctica que ella estuviera preparando con su equipo, una nueva idea que yo estuviera deseando desplazar del papel a la realidad, o, simplemente, discutiendo sobre alguna nueva serie que ambos estuviéramos deseando ver. Ese último tema nos había tenido en tensión últimamente, pues ambos esperamos con ansias la nueva temporada de una serie sobre unos estrafalarios y aventureros jinetes.

No obstante, en esa ocasión, ninguno de los dos habló. Una extraña electricidad parecía recorrer el espacio entre nosotros. Me impedía alejarme, pero también acercarme. La garganta se me cerró y me vi incapaz de soltar nada que no corriera riesgo de parecer un graznido. Y, por el calor que sentía en mi rostro, tenía la impresión de que debía parecer el interior de una granada. La mirada atenta de Astrid no se apartó de mi mente. Seguro que, al final, sí que había leído en mi expresión todo.

Según nos acercábamos a las escaleras que daban paso al piso inferior, la tensión se incrementaba. ¿Por qué demonios no hay nadie más en los pasillos?, maldije al vernos inmersos en aquel incómodo silencio.

Un roce me sorprendió, acariciándome la palma de la mano. Me tensé, aunque no detuve mis pasos. Astrid tampoco lo hizo. El contacto, pese a ser sutil, era firme. Entrelazó sus dedos con los míos. El agarre era cálido y reconfortante. El calor ascendió por mi brazo, contagiando al resto de mi cuerpo, relajándome en el proceso. Suspiré, sorprendentemente tranquilo. Ella se rio ante mi reacción, pero no comentó nada. No hacían falta palabras. Le bastó con acariciar mi mano con suavidad para decirlo todo.

Sentía que si la miraba, la magia se rompería, así que mantuve mi vista al frente, en nuestro camino. Reuniendo todo el coraje que poseía, correspondí el agarre con un apretón afectuoso.

Durante un segundo, sentí que el tiempo se congeló. Como si, en mi mente, ese momento se hubiera guardado en mi memoria para la posteridad. No importaba que pudiera ocurrir siquiera en el próximo segundo. Jamás olvidaría el tacto de su piel ni la fortaleza de su agarre.

Todo volvió a la normalidad cuando Astrid, con una tonalidad alegre, empezó a tararear la canción Moon River. No necesité verla para saber que tenía una sonrisa pacífica, esa tan tierna que hacía que se le arrugara ligeramente la nariz. Invadido por su animosidad, me descubrí tarareándola a la par.

Envueltos en el calor que nos daban nuestras manos entrelazadas, la burbuja que creaba nuestra música particular, nos olvidamos de lo demás. No era consciente de a dónde nos dirigíamos ya. No sabía ni dónde estaba. Solo sabía que estaba a su lado y que no podría ser más feliz por ello.

Moon RiverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora