5. Retorno

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Y de nuevo el silencio.

Pero en esta ocasión no había paz en él, sentía una ominosa presencia en aquella absoluta oscuridad, presentía que cualquier movimiento que realizara le iba a hacer caer en una trampa, o que  lo próximo que verían sus ojos incapaces de adaptarse a aquella negrura iba a ser algo que le haría enloquecer y gritar sin oírse durante toda la eternidad. Apenas relucían levemente (¿de donde surgía aquella poca luz?) algunos trozos de las majestuosas rocas del páramo escarlata, un brillo apenas perceptible que se oscurecía cuando una (¿o eran varias?) formas se movían furtivamente entre la oscuridad. Pete se acuclilló y cogió una de esas rocas, quizás como arma, quizás para darse con ella en la cabeza y acabar con todo; era una piedra pesada y, al igual que el monolito, tenía cierta vibración al tacto, como el proceso respiratorio de cualquier ser vivo; súbitamente la piedra comenzó a moverse en su mano cuando un haz de luz roja iluminó a Pete en medio de la oscuridad como un foco ilumina a un solista en mitad del escenario. Por un momento se sintió especial, incluso podría ser que estuviera oyendo los aplausos de un devoto público enfervorecido de no ser porque no eran aplausos, sino el ruido de alud de piedras entrechocando, un ensordecedor estrépito que se abalanzaba sobre él. Incólume, se quedó allí, bajo la luz, en algún modo consciente de que no le ocurriría nada bajo el haz de luz, cuando miles de aquellas piedras redondeadas y porosas colisionaban contra la luz en un ataque desesperado.  Entre las sombras vió que cada vez quedaban menos de aquellos cantos rodados a medida que se proyectaban hacia él o pasaban de largo para no volver a intentar agredirle. 

Porque no le querían hacer daño. Pete se interponía en su ruta de huida. Huían de algo. Una sombra antropomórfica se irguió entre las sombras, colosal, y Pete pudo jurar mas tarde que toda la oscuridad que se había tragado aquél lugar procedía de aquel titán.

¿Ves lo que ocurre Pete? No hagas nada de lo que te puedas arrepentir...

Fue el roce del tentáculo en su mejilla lo que le hizo recobrar la consciencia; estaba tumbado y notaba la mejilla húmeda por donde se había deslizado el repugnante apéndice; entreabrió los ojos lo suficiente como para ver que tenía encima a un mutado enorme, por su tamaño debió ser humano en algún momento de su existencia, pero cualquier parecido con un ser antropomórfico en aquel momento era mera coincidencia.

Asqueado, empezó a patalear e intentar librarse con las manos desnudas de la presa de los tentáculos que atenazaban su cuello y casi todo el brazo izquierdo, dejándolo inmovilizado y sin poder despegar la espalda del suelo; con el brazo libre, palpó su cinturón en busca del revólver, rezando todo lo que sabía porque estuviera en su sitio. Donde iba a estar si no. Desenfundó, amartilló el arma y apretó el cañón contra el pecho de aquel bastardo. Todo iba bien hasta que antes de disparar todo el revólver y buena parte de su brazo atravesó aquel pecho blando, algo que supuso sería un pulmón, y finalmente la espalda de su contrincante.

Era un mutado en fase terminal, los tejidos se reblandencen hasta casi licuarse, prácticamente se mantiene todo unido por los tentáculos y apéndices que mantienen todos los miembros unidos, quizás por un lejano recuerdo genético de lo que antaño fue un cuerpo. En el antebrazo, dentro de aquella aberración, varios cordones musgosos se le enredaron y atenazaron mientras Pete forcejeaba por liberarse y poder disparar a otro sitio que no fuera el jodido techo. En las cámaras de aislamiento había comenzado la despresurización para escindir el módulo del resto de la base, un agujero de 8 cm. de diámetro en una de esas cámaras y el mutado sería el último de sus problemas; al recuerdo le vino la cápsula tiroteada accidentalmente.

No mas vidas, no. Ni siquiera la mía, cabronazo. 

Giró la muñeca hasta que pensó que se le iba a quebrar. Echó la cabeza a un lado, torciendo su cuello todo lo que pudo.

Apretó el gatillo.

Tres veces.

Abrió los ojos.

Y por fin, se sacudió aquel bicho de encima. Podía haberse matado, pero no lo hizo, esto debe significar algo, Pete. El amasijo parduzco y cobrizo que quedó en el suelo dió unos últimos estertores, y se quedó paralizado. Tendría que pasarlo a la bodega del laboratorio , sellarlo y dejar una nota en la nevera por si algún imbécil intentaba abrir antes de que él despertara del crioextásis. En unos 10 años estaría de vuelta, al fin en casa, y a la mierda con todo, no volvería jamas a poner un pie fuera de la Tierra; algún día los nueve, bueno, no, ocho supervivientes se lo agradecerían, le condecorarían incluso, por que no, era un profesional de la seguridad y si bien no pudo salvar más que a ocho, que coño, menos es nada.

Pete hizo todo lo que tenía que hacer, se preparó para el sueño y decidió echar un último vistazo a aquel laboratorio: todo debidamente plastificado, todo aislado, las cápsulas activas y en funcionamiento, el módulo ya despegado y camino de la Tierra. La cápsula número 10 le esperaba. Entró, activó el terminal de crioextásis y cerró los ojos.

Y por primera vez, en muchos tiempo, no vió nada.

Solo el mismo silencio. Y, claro, la voz.

Gracias Pete

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