Tres: El presente que debe cambiar

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—Mi promesa a Madhu es anterior, Deval —dijo Nirali, luego de un prolongado silencio

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—Mi promesa a Madhu es anterior, Deval —dijo Nirali, luego de un prolongado silencio.

El viento cálido del anochecer veraniego les daba de frente, junto con las cenizas y el humo.

—Eso no te impidió ir por la región de Sideris cobrando por adivinaciones falsas, con un tipo alto —respondió el general, con amargura.

Ella dejó de prestar atención al paisaje, para volverse hacia él, sorprendida.

—¿Tan rápido llegan las noticias de los pueblos pequeños a la capital?

—No. Ni yo hubiera venido tan pronto de haber estado allá.
—Entonces me has hecho seguir.
—Tampoco. Anduve por la zona, buscando nuevos reclutas —admitió Deval—, y escuché de alguien que se hacía llamar la Gran Discípula del Fuego y su aprendiz. Eso llevaba la firma de Sarwan por todos lados, pero sabía que él estaba en Refulgens. Aruni dio a luz hace poco.

Con la mención a la feliz pareja de locos que la habían llevado al borde de la muerte pero también le habían abierto los ojos, Nirali dio un respingo. Desvió su mirada otra vez, aunque sus ojos no parecieron concentrarse en nada.

—Ah. Cierto. ¿Viste al bebé?

—Sí. La fiesta en el palacio dorado fue enorme —informó él—. Te esperaban también.
—Es una pena que estuviera ocupada buscando alimento para mí y mi alumno.
—No hubieras tenido esos problemas en la capital. Como mi alumna.

Cualquier insinuación de Deval había quedado anulada con las últimas tres palabras, de la misma forma en que había ocurrido en todo el tiempo que habían pasado juntos en el pasado. Él daba un paso hacia ella y, antes de ver su respuesta, retrocedía tres.

—Ya tienes un ejército —puntualizó la joven—. Y yo voy a cumplir con mi destino de servir a los míos. 

—No deberías hacer promesas vacías, Nirali.
—Ya lo creo. Mira lo que ocurre luego.

Los dos estaban sobre la cúpula más alta del templo de las servidoras de Daia, aprovechando la vista de los últimos rayos del sol para apreciar la situación que les había comentado la Superiora. La columna negra que se levantaba desde el pueblo de Suhri les dio el origen del hedor que venían sintiendo desde que llegaron.

La confusión en las sacerdotisas había sido lo único claro cuando les explicaron que las puertas del lugar no habían vuelto a abrirse, desde los rumores de la invocación de un demonio. Varias de las muchachas habían bajado al pueblo, para celebrar con sus familias el solsticio de verano, y no habían regresado. Madhu Sidhu estaba entre ellas. La columna de humo se había levantado desde entonces, sin interrupción. 

—Esto no es tu culpa, Nirali —dijo el general, angustiado.

Ella negó con la cabeza. Como si esperase que eso fuera cierto, pero en vano.

Suhri: El tiempo suspendidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora