Cuatro: El tiempo suspendido

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Ingresaron al pueblo por medio de un hechizo simple de levitación

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Ingresaron al pueblo por medio de un hechizo simple de levitación. Los muros estaban sin guardia, las calles sucias y desiertas, las viviendas con las ventanas cerradas y rodeadas de amuletos de protección. El estado de abandono era angustiante.

—¿Se... se los habrá comido a todos? —tartamudeó Nirali, con un nudo en la garganta.

—Nadie hubiera sabido de la existencia del demonio, ni de su demanda de vírgenes —explicó Deval, a su lado—. Un pueblo vacío sería una trampa para los curiosos, lo cual convendría más a un monstruo hambriento. Pero no a un demonio de bajo nivel, que prefiere ser conocido y temido.

La muchacha no supo si sentirse aliviada por eso o más preocupada. Se sabía observada, aunque no por quién ni desde dónde.

Luego de un rato de caminar por una vía empedrada y ascendente, llegaron a una casa con el frente de piedra, un portal amplio y pisos superiores con ventanas angostas. Una de tantas, ya que eran todas casi iguales. Lo único que diferenciaba a ésta era el banderín que colgaba junto a la entrada. Anunciaba que aquello era el hogar de un orfebre.

—Este pueblo no es tan grande como para tener una calle entera para cada gremio. Igual se las arreglan para tener influencia, los muy cabrones. Bienvenido a mi casa, Deval.

Sin embargo, aquello no sonaba a bienvenida en absoluto. No cuando había sido dicho en un murmullo y los ojos más tristes que el general hubiese visto. Ninguno de los dos hizo el menor intento por llamar a la puerta.

—¿Aquí creciste? —dijo él.

—Sí. Lamento que veas a Suhri en estas circunstancias.

Un ruido los sacó de aquella reflexión y los puso alertas. No estaban solos. Por fin.

Corrieron detrás de una sombra escurridiza, hasta llegar a un pasadizo pequeño, producto de los defectos de construcción de dos viviendas. Nirali usó algo de su velocidad obtenida en los entrenamientos con Ren, bloqueando posibles caminos de escape, y Deval consiguió atrapar un pie del perseguido. Recién entonces pudieron ver que se trataba de un joven escuálido que cargaba algunas frutas. Fue solo tocarlo y comenzó a gritar como si lo estuviesen despellejando.

—¡Tápale la boca! —pidió el general, aterrorizado por el escándalo.

La muchacha se sentó sobre la espalda del prisionero y no se atrevió a hacer más.

—Éste va a morderme si lo toco.

—¿Señorita Nirali? —reaccionó el muchacho, con la cara sobre el piso—. ¿Es usted?

—¡Hanns! ¡No te había reconocido! ¿Todavía sirves en mi casa? ¡Cómo has crecido!

—Usted también, señorita. Sí, aún estoy con los Sidhu.

En la voz del joven había una gentileza forzada, comprensible por la situación.

—¿Puedo soltarlo sin que se escape? —intervino Deval, ansioso por dejar aquella posición incómoda en el suelo.

Suhri: El tiempo suspendidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora