La locura del doctor Sgoitri.

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El viejo gramófono había iniciado nuevamente el caprichoso bucle musical al que lo había inducido su dueño. “La llamada infernal de Mefisto”, de Strauss II, iniciaba la melodía por enésima vez.
La música del waltz llenaba el pequeño estudio, únicamente rota por los sonidos metálicos de los escalpelos chocar contra las bandejas metálicas.

Alguien, alguna vez, reprimió un agónico gemido ahogado bajo una mordaza. Otro intentó soltarse sin éxito de las amarras que lo sometían a una fría camilla de madera y el doctor Sgoitri, abría la carne sin compasión.

El doctor Sgoitri, era un hombre inmutable: los gemidos de sus víctimas no le conmovían, sus sollozos ahogados no le enternecían el corazón... Porque no tenía corazón. Todo su ser era una mente puramente analítica, vivía por y para el avance de la medicina, era un diablo o un santo. Santo, porque era alabado por sus homónimos que, si bien es cierto que eran completamente ajenos a sus practicas, tampoco estaban ciegos...

Se rumoreaban muchas cosas acerca del doctor Sgoitri: se decía que había sucumbido al pecado académico de usar seres humanos en sus experimentos e investigaciones, decían, también, que su buena posición económica y su acomodado puesto en la Universidad de NorthKohem, en su Escocia natal, le habían creado un apático interés por los dogmas establecidos de la alta sociedad médica. Que su ambición, sedienta de conocimiento, había alcanzado límites de insatisfacción permanente.

Lo que decían del doctor Sgoitri... Era cierto.

Mientras el doctor, abría el brazo de su víctima, desde el hombro, hasta prácticamente la muñeca, iba tarareando el waltz.

– ¡Ngh, ngh!...¡Mmmm!.

Gemía, dolorido, el hombre de aproximadamente unos cuarenta años, que los años de indigencia y el hambre, le habían aumentado, al menos, veinte años más. Sin embargo, estaba sano, libre de enfermedad.

El doctor expuso su musculatura, bañada en una capa de líquidos y sangre pegajosa, aunque la estructura, estaba ligeramente atrofiada, lo que realmente ansiaba Sgoitri eran las venas. El líquido de vida, era el objeto de su obsesión. Introdujo largas agujas metálicas, finas como cabellos en las venas de su víctima, que estaban unidas a grandes tanques de cristal grueso mediante tubos succionadores. Diez agujas, como vampiros artificiales, se alimentaron de la sangre del indigente y la depositaron en los tanques. Ya no hubo gemidos ni miradas suplicantes.

El doctor Sgoitri, observaba el proceso tras sus delgadas gafas, que proyectaban la luz de las lámparas de queroseno y derramaban su frágil calor sobre la cara afilada del galeno.

«La sangre es todo» –Pensaba mientras supervisaba el macabro proceso.– «La sangre es la llave de la inmortalidad y tengo que hacerme con esa llave, antes de que la muerte me lleve a mi...».

Cuentos oscuros y otros infortunios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora