Acto II - Las pesadillas y ardides de un cuervo con las alas rotas

542 52 13
                                    

Cuando abrió los ojos, el día lo enceguecía con el flagrante sol de la mañana. Miró en derredor sin prestar atención a nada. No era una persona que conectara los circuitos sin haber tomado una ducha seguida de un fuerte y negro café. Se llevó una mano al cuello y sintió los crujidos al moverlo de lado a lado. Luego de unos minutos recordó porqué le dolía cada puta articulación del cuerpo y sus cigarros no estaban donde debían. Se levantó y vio a la razón de todos sus males durmiendo apaciblemente sobre una cama de dos plazas en la que tranquilamente podrían haber dormido tres personas con absoluta comodidad ¿Por qué mierda tenía que estar ahí? Nadie le había dado más instrucción que la de ir y quedarse hasta nuevo aviso. Y mientras tanto, ¿qué se suponía que hiciera con un señorito que se había dejado los modales en la casa y tenía el ego tan por las nubes que podría entrar en una competencia con el Gran Rey y discutirle el trono?

Se levantó del sofá, tres vértebras más le sonaron conforme se incorporó al pararse y fue en búsqueda de su vicio. Por la hora que se burlaba en tonos rojos desde el reloj de la mesa de luz, todavía había tiempo para hacerse con el desayuno. Estiró la mano y cogió la cajetilla hurtada la noche anterior ¿Debería hacerle alguna maldad? Si él se había despertado con dolor de espalda, ¿por qué no darle un amanecer acorde a la razón de ese dolor? Entonces, cuando la idea de tomar el vaso con agua y echárselo en la cara al mequetrefe pasó por su mente, Tsukishima se removió entre las sábanas captando su atención.

La cajetilla cayó de sus manos aterrizando en la alfombra. Si la noche anterior había creído ver a la criatura más hermosa de la tierra, lo cierto era que lo que estaba ahora frente a sus ojos la opacaba con creces. Como si hubiese nacido para ser bañado por la luz del sol, la figura larga y ceñida en sí misma resplandecía como la nieve en una mañana de invierno, la volvía dulcemente vaporosa mientras los reflejos dorados del cabello resultaban de una profundidad tan rica como la del oro líquido. Kuroo no supo por qué, pero una sensación de nostalgia lo invadió hasta arrancarle un leve suspiro mudo, quieto, extasiado. Sí, el corazón se le hizo un nudo, porque los ojos cerrados de ese chico, la expresión entera de ese rostro, mostraban la lucha dentro de un sueño muy profundo e inenarrable. Los dientes apretados de Tsukishima doblegaban su belleza para volverla inquieta y triste. El Gato Negro se preguntó qué era lo que hacía que algo en el pecho le ardiera y le gritara como una necesidad imperiosa, acallar aquel sueño horrible. Ni siquiera sabía qué imágenes veía ese chico, pero antes de darse cuenta estaba estirando la mano, como si con una caricia pudiera hacer que todo estuviera bien ¿Qué era lo que ese muchacho evocaba en él como para hacer a un lado todo lo que la razón le mandaba? Si las pocas palabras que habían cruzado habían bastado para mostrarle a Kuroo que Tsukishima era el hijo del diablo, ¿por qué ahora estaba a escasos milímetros de tocar su frente? ¿Por qué necesitaba saber qué textura tenía su piel, su cabello?

Y justo antes de entrar en contacto, desde lo más bajo de su alma, los labios del muchacho se separaron, susurrando una leve palabra llena del más angustioso dolor. -Aki... teru...- Tsukishima se dio la vuelta en sus sueños y Kuroo retrocedió un paso, y luego bajó la mano para destrozar cualquier deseo que hubiese albergado, porque ese sueño era algo en lo que nunca debería meter la nariz. Había sufrimientos, había dolores, que pertenecían a un privacidad vedada a manera de tabú y ése era justamente uno; como yakuza lo sabía y también había entendido que la fatalidad de lo irreversible era una herida que no podía ser sanada con lamidas superficiales.

Kuroo tomó la cajetilla del piso y en absoluto silencio, prendiendo el vicio que colgaba de sus labios, salió de la habitación.

***

Se sentía realmente ridículo. Esto era algo que había dejado de hacer unos meses después de entrar en el grupo. Sus días de "niño de los mandados" habían quedado bien sepultados en el pasado, o eso creía, porque ahora, sosteniendo una bandeja con el desayuno para dos servido mientras entraba en la habitación, sentía que otra vez volvía a sus tiernos 18. Una vez más, como un imbécil, se había dejado arrastrar por un sentimiento que no debía estar ahí, al menos no luego de tanto tiempo. Quizás era el tono del cabello, quizás había sido verlo indefenso, quizás el hecho de entender a la perfección lo que se sentía despertar de un sueño lóbrego, pero una vez en el lobby no había podido resistirse a la idea de llevarle el desayuno a la cama. En cuanto estuvo dentro de la habitación, parado frente a la cama, se arrepintió por completo.

Sobre un Gato y un CuervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora