Acto III - Alas Rotas

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—Quédese quieto, Bokuto-san... —dijo Akaashi con calma, sin desviar ni por un segundo la mirada de la pantalla del ordenador, y retiraba con cuidado la mano que jaloneaba con insistencia infantil de su corbata para llamar su atención.

Era una escena habitual. Bokuto y Kuroo eran conocidos por llevar los trabajos a buen puerto, pero todos sabían que la mente maestra que dirigía a las bestias salvajes era ese hombre elegante de ojos negros impasibles y afilados como la hoja de una katana. Porque no había otro capaz, porque Bokuto era dinamita a punto de estallar, porque junto a Kuroo se volvían una auténtica bomba nuclear y eran capaces de cualquier cosa con tal de hacerse ver; pero bastaba una mirada de Akaashi para que ambos engendros se comportaran. Ese momento no era diferente. Akaashi intentaba concentrarse en algo que lo absorbía mientras la Lechuza demandaba ser el centro de atención -sin mucho éxito, si vale la aclaración-.

—¡Akaashi! ¿Qué es tan importante? Ya son las seis de la tarde, ya no tenemos que trabajar... técnicamente... —estalló Bokuto en lo que, rendido a la idea de que no lograría su objetivo, se dejaba caer en una silla que rechinó al soportar su peso. Akaashi por su parte, deslizó los ojos por la pantalla en lo que bajaba por ella haciendo uso de la bolita del mouse. Tras fruncir el ceño, dejó salir un suspiro y se cruzó de brazos.

—Es extraño —comentó, haciendo que los ojos intensamente amarillos de la Lechuza se fijaran en su figura lánguida—. Tsukishima parece un joven completamente capaz de hacer cualquiera de los trabajos que se requieren en cualquier compañía de renombre... Me refiero a las que son legales por completo. Tuvo notas impecables en la secundaria y algunos honores dentro de los clubes en los que estaba enrolado. Incluso asistió un par de años a la universidad. En ningún lugar veo un perfil de chico problema como el tuyo... —Bokuto alzó una ceja pero finalmente se encogió de hombros restándole importancia. No podía ofenderse por algo que en definitiva era verdad—. No necesita ningún tipo de entrenamiento si al final va a heredar al cabeza de familia. No es como si la vida que llevamos sirva realmente cuando se está en las altas esferas. Y los tiempos... los tiempos en los que ha pasado de sucursal en sucursal son sospechosos también. Al principio no lo noté pero hay un patrón, ¿lo ves? —Akaashi señaló la pantalla y Bokuto se inclinó para ver mejor. Definitivamente había ciertas coincidencias extrañas. —Es como si Tsukishima hubiese calculado perfectamente el momento en que Shiratorizawa aparecería para crear un conflicto. Más terrorífico es que parece tener la habilidad de predecir la aparición de ese grupo, como si pudiera leerlos. Incluso ahora... ahora mismo él y Ku... —Los labios de Akaashi se vieron coartados por un beso súbito y aunque por un instante opuso resistencia, la lucha no duró más que el suspiro que eventualmente dejó escapar por la nariz, rindiéndose a esa mano que presionaba su nuca y el calor abrazador que se extendía desde su boca hacia cada fibra sensible de su cuerpo.

—A partir de las seis de la tarde, el trabajo no me importa. Si quieres hablar de conspiraciones y niños superdotados, bien, pero después. Ahora y por las próximas dos horas, demando mi cuota de atención... —dijo Bokuto en un susurro gruñido, mostrando una intensidad en la mirada que hacía bastante difícil negársele. Akaashi miró a un lado con una duda que se deshizo en cuanto sonrió resignado y estiró la mano para apagar el ordenador. Luego se levantó del asiento, dejó un beso en la mejilla de la Lechuza y tomó su mano. Lo que fuera que se estuviera cociendo, podía esperar unas horas.

La oficina quedó en el más absoluto silencio y cubierta en sumisa oscuridad cuando sus últimos ocupantes la abandonaron, probablemente con rumbo fijo al departamento de Akaashi.

***

El habitual ajetreo de las calles de Tokio iba disminuyendo conforme pasaban las horas. Desde la ocupada mañana hasta las seis y media que marcaba el reloj, Tsukishima y Kuroo habían estado sentados en el interior de un coche negro, aparcados frente a un negocio de pachinko. La incomodidad de la compañía no deseada había sido interrumpida de tanto en tanto con una ida al minimercado cercano, algún cigarrillo que dejó el lugar oliendo a chiquero abandonado y el tarareo del Gato Negro al son de las cancioncillas de la radio. Más allá de eso, ninguno de los dos había cruzado palabra o mirada alguna.

Sobre un Gato y un CuervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora