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Narra Jennifer

Juro que quería creerlo, de verdad, quería creerme lo que me había dicho, pero sonaba tanto a película que no tuve elección. Y ahora, aquí estoy, tumbada en la cama maldiciendo mi mala suerte.

Quería enamorarme, como lo desea cualquier otra persona, y enamorarme de alguien que valiese la pena. Y cuando por fin encuentro al chico perfecto, me enamoro y me hace daño. Demasiado.

De hecho, llevo una semana sin ir a clase. Mi madre no lo sabe, está demasiado preocupada por su trabajo, y mi hermana casi nunca está en casa. Me paso las horas viendo películas baratas, comiendo bollería industrial y compadeciéndome de mí misma.

Hugo no ha dejado de llamarme, pero no he sido capaz de cogerle el teléfono. Ni siquiera he leído sus mensajes, no quiero hacerlo y arriesgarme a que se me vaya de las manos todo esto. Porque sé que si leo una sola mentira con un poco de coherencia, todo esto se irá a la mierda y no quiero ser la tonta enamorada a la que le ponen los cuernos.

¿En qué momento Hugo se volvió de esta manera? Yo estaba segura de que él no tenía nada que ver con eses típicos gilipollas, pero me equivocaba. Es un imbécil.

Escucho que suena el timbre y miro la hora, con el ceño fruncido. Todavía no es ni mediodía, mis amigos están en el instituto y mi madre y mi hermana tienen llaves. ¿Quién coño será?

Me levanto de la cama con una mueca de agotamiento, seguramente causada por el poco movimiento al que estoy acostumbrando a mi cuerpo en estos últimos días; y bajo las escaleras con pesadez. No tengo ganas de ver a nadie, así que quién quiera que sea, lo echaré rápido de aquí.

Vuelven a llamar al timbre y yo resoplo, atravieso la sala y abro la puerta. Me encuentro con un repartidor de correos, que lleva un paquete en las manos y cara de pocos amigos.

— ¿Jennifer Gómez? — pregunta con voz malhumorada. Yo asiento en silencio, preguntándome qué pintas debo tener — Esto es para ti — me pasa el paquete, que atrapo sin mucha seguridad y dejo dentro de mi casa, y me pone una libreta electrónica delante de la cara, junto a un lápiz electrónico —. Firma.

Echo una firma rápida, aturdida por la situación, y él se va sin decir ni adiós. Cierro la puerta y me quedo callada, mirando el paquete con curiosidad. Mentalmente, rezo para que sea de Hugo pidiéndome perdón y explicándome la verdad, pero al ver que no tiene remitente frunzo el ceño.

Con la caja ya en las manos, subo a mi habitación atravesando el gigante dúplex en el que vivo. Por mucho que le doy vueltas no puedo encontrar al dueño del paquete, ¿quién? ¿por qué?

Me siento en la cama, deshecha, y me vuelvo a hacer el moño, que se ha ido destrozando poco a poco. Tengo el paquete sobre las piernas, y voy abriendo la caja con cuidado, temiendo lo que pueda estar dentro.

Por un momento, tengo la esperanza de que sea de Hugo, y es lo que más me gustaría, pero al ver una edición especial del libro favorito de mi padre se me paraliza el corazón. La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, me mira desde la caja y yo no sé como reaccionar.

Sin ser muy consciente de lo que estoy haciendo, cojo el libro entre las manos y lo abro, paseando mis dedos por las páginas, desde del centro hasta el comienzo. Y es entonces cuando lo veo, la dedicatoria de mi padre.

Hola, cariño. A partir de hoy, recibirás unos cuantos regalos para compensarte lo que hice y seguramente lo que has sufrido.
Siempre te querré.
Papá.

Se me congela el cuerpo de arriba a abajo. Papá me está mandando un libro. Mi padre muerto me está mandando un libro. Siento que me empiezan a sudar las axilas y poco después, estoy hiperventilando y empapada en sudor. El corazón me va a mil y estoy aterrorizada.

Alejo el libro de mí como si le tuviera asco y, con el cuerpo tembloroso de una manera desorbitada, cojo el teléfono y marco con urgencia el único número que se me ocurre.

El de Hugo.

Da un par de tonos, pero me coge en seguida y yo suelto un suspiro de alivio. Lo necesito, por muy gilipollas que fuera, lo necesito y tengo que aceptarlo de una vez. Porque en esos momentos era o él, o nadie.

— ¿Jen? — pregunta en un tono dulce.

— Ven a mi casa, por favor — respondo casi sin voz, aterrorizada y muy, muy, nerviosa.

— Dame quince minutos para llegar.

Y sin decir nada más, cuelga.

Narra Hugo

Llevaba unos días de mierda. Me los pasaba intentando que Jen me creyera o perdonara, o al menos me escuchara. Pero se había atrincherado en su casa y su hermana ya me echó a patadas alguna que otra vez.

Pero no quería dejar que Judith y Jose se saliesen con la suya. No iba a permitírselo ni en sus mejores sueños.

Me lavo las manos en uno de los lavabos del baño del instituto, y me miro al espejo. Estoy muy desmejorado. Tengo unas ojeras terribles, una mueca triste persistente en el rostro e incluso parecía que había adelgazado un poco por no comer.

Perder a Jen había podido conmigo.

Aunque tenía esperanzas de recuperarla, infundadas por Lucas, por supuesto; cada vez se iban haciendo más pequeñas, luchando por mantenerse vivas y no desaparecer dentro de mí, pero era casi imposible.

Suspiro, sintiendo que el móbil me vibra en el bolsillo, aunque creo que lo puse en silencio. Con cansancio, lo saco del bolsillo del pantalón, esperando que sea algo importante y no me llamen por una tornería.

Es entonces cuando veo en la pantalla: Jen. Y se me iluminan los ojos, a la vez que el corazón se me dispara, aumentando el ritmo cardíaco a un sinónimo de locura y se me formaba una sonrisa de tonto en la cara.

— ¿Jen? — pregunto con voz suave, esperando que ella conteste cuanto antes.

— Ven a mi casa, por favor.

Su voz sonaba aterrorizada, como si le estuviera pasando algo horrible. Incluso puedo escuchar como se le inestabiliza la respiración, llegando a ser muy preocupante.

— Dame quince minutos para llegar — concluyo decidido, colgando antes de que ella dijera nada más.

Le envío un mensaje a Sergio, pidiéndole que recoja mis cosas y me las lleve después al bar, y salgo del baño a grandes zancadas.

Voy a ver a Jen y no puedo estar más preocupado.

Ella es mi problemaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora