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"Ya no escucho música, mis alas; tampoco admiro obras de arte

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"Ya no escucho música, mis alas; tampoco admiro obras de arte. Me hace recordar que no puedo semejar el talento que se oculta por una melodía que se reproduce billones de veces, o un cuadro que se pudre con el tiempo; jamás seré cómo ellos. Pero, mis alas, tú haces que me sienta eminente, sin necesidad de alcanzarlos".

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—De acuerdo. Sí, está bien. —Me llevo un pera a la boca y la sostengo con los dientes, para tener libres las manos para poder abrir el correo en la laptop al mismo tiempo que apoyo mi teléfono entre la oreja y mi hombro.

—Colette, ya te lo he dicho miles de veces, tienes que regresar. Tu madre me llama todos los días y me pregunta por qué no vas a los ensayos de la filarmónica. Recuerda que no tiene problema que no ensayes pero debes asistir al concierto —declara mi padre.

—Sí, lo sé. Ya te dije que cuando resuelva este problema regreso. ¿Me mandaste las partituras?

—Sí. Me costó conseguirla. Estaba buscando en tu alcoba y estaba en el suelo con unas peras mordidas. Ya hablamos de la limpieza, Colette.

Ruedo los ojos, con diversión —Sí, me imagino que las recogiste.

—¿Tenía otra opción?

—Bien dicho. Te quiero.

—Yo te quiero más.

—Yo te quiero más que a mis peras.

—Menos mal.

Reí y él me imitó. Por suerte colgó mi padre porque no sabía cómo podía arreglármelas.

Por suerte conseguí un café internet que tenía impresora. Para llegar ahí hurté un monopatín porque no sabía dónde había desechado las llaves de mi moto. Mi sonrisa se dio lugar y con mi mano libre marqué otro número en el contador.

En Grand Anse no había prácticamente nada, y tampoco hacer música por sí mismos los motivaba vehemente. Tuve que ir a un restaurante casi en el retorno de la playa para poder tener el fulano piano, que no era piano sino un teclado; como lo execro.

Por supuesto que no tuve mucho tiempo de paz, no podía llevarme el piano a la clínica y pude negociar con el dueño para llevarlo a un cuarto de servicio para poder grabar Scheherazade en la oscuridad; sólo la linterna de mi teléfono, unas hojas arrugadas con unas notas desdibujadas por la tinta corrida, la grabadora y mis dedos hormigueando por la anticipación de tocar.

Al principio fallé banalmente, pero una vez que iba recordando, mis dedos se colocaban en las notas como si fuera predestinado a tocar esa posición hasta que mis dedos se desgastaron en un polvo recio; extrañamente lo que me acordó al polvo compacto de mi polvera.

Peccata minuta Donde viven las historias. Descúbrelo ahora