Capítulo Dos

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La fiesta estaba siendo todo un éxito, la abuela Martha, sin embargo, no había vuelto a ella desde que se había ido abruptamente una hora atrás. 

 — Iré a ver cómo está— anunció mi madre quien nunca se había llevado muy bien con su suegra, le parecía una mujer difícil de tratar. Mi padre asintió y la mesa se sumió en un silencio sepulcral, eso era justamente de lo que me quería salvar al buscar ciertos escondites, no obstante me obligué a actuar conforme a mis propósitos fuera de la comodidad y seguí a mi madre diciendo a los que quedaban en la mesa que iría por algo de agua a la cocina.

Caminé cuidando no chocar con las personas que se hallaban por todo la extensión de césped al tiempo que miraba a uno y otro lado en busca de mi madre y la abuela Martha, entre la masa de invitados vislumbré a un muchacho, se hallaba sentado en silencio, con otras personas, sus ojos se toparon con los míos durante una fracción de segundo, como si fuera en cámara lenta, hasta que tuve que desviarla al chocar con Eduardo.

  — ¿Adónde vas?—  preguntó como si no le importara.

— A la cocina, necesito un poco de agua— mentí, sonó convincente, pero no lo suficiente.

— Te acompaño, había unos chavos ahí nada confiables, además tengo que ir de todos modos.

— No...— comencé, pero me había dejado sin opciones y no tenía tiempo. — Está bien.

Caminamos en silencio por el patio y mientras tanto pensé en el chico que había soñado, mi cabeza había relacionado automáticamente a ese chico con el chico de la fiesta.

  — ¿Estás bien? Pareces un poco distraída— comentó Eduardo y yo hice una mueca. No quería que él se enterara de mis intenciones, sabía lo que pasaría a continuación, le diría a mi hermana y ella al resto de la familia haciendo que se cerrara toda posibilidad de enterarme de algo acerca de la abuela Ana y su pasado.

  — De maravilla, ¡amo las fiestas!—  dije con exagerada emoción. Nunca me habían gustado mucho las fiestas, sólo la idea encerrada en ellas.

   — No lo sabía... —  admitió con un dejo de decepción en la voz  como si el hecho de que no lo hubiera mencionado antes fuera una especie de traición.

Entonces vi a mi mamá entrando a la casa de la abuela Martha, al final de la calle. Tenía que deshacerme de Eduardo y rápido.

  — Tengo que irme — le dije dando un par de pasos en dirección contraria a la casa.

— Pero dijiste que tenías que...

— Lo sé, pero ahora tengo que irme, acabo de recordar que mi abuelita quería un jugo que estaba en la cocina de su casa. Ahorita nos vemos, adiós — dije rápidamente y me dirigí al final de la calle donde se alzaba la elegante fachada de la casa de los abuelos. 

Crucé el cancel respirando agitadamente, hice una nota mental para cuidar mi condición física en un futuro. Me detuve en medio del jardincito para recuperar el aliento y Rudy, que se hallaba atado bajo el sauce llorón comenzó a dar saltitos de alegría y a dar pequeños ladridos de reconocimiento, intenté acallarlo en vano, sus ojos color avellana rebosaban de energía y no de comprensión, movía la cola a modo de saludo y aguardaba a que le correspondiera, ansioso. 

Me sentía frustrada, estaba perdiendo el tiempo, no podía quedarme allí a la vista de todos, si la abuela Martha o mi mamá se asomaban desde una ventana podrían verme... Divisé una magnolia junto a la ventana del salón principal y decidí acercarme oculta por las espesas y abundantes hojas de esa hermosa planta cuyas flores presumían de vitalidad y hacían inclinaciones ante la brisa primaveral que las mecía delicadamente. A penas hube dado un par de pasos en esa dirección cuando las voces salieron flotando desde otra ventana en la punta contraria de la casa. Me apresuré a cambiar de dirección, las charlas y la música provenientes de la fiesta me seguían convertidas en  murmullos lejanos y sombríos. Mis sospechas eran alimentadas por la curiosidad y la actitud de la abuela Martha. 

Entre música y poesíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora