VOS, siempre VOS

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Recuerdo la primera vez que hablamos, era 31 de diciembre, el último día del año y vos estabas con tus amigos, un grupo de cinco o seis, sentados en un banco de la plaza principal, aún no la habían remodelado y tenía la fuente vieja que lanzaba chorritos de agua y era frecuente que a las quinceañeras se les obligara a meterse dentro y mojarse con el agua sucia. Una tradición bastante de mal gusto si me permiten decirlo. Yo tenía justamente quince años, pero mis amigas adolescentes no eran tan malvadas y además la mamá de una de ellas nos había dado una pequeña charla a todas explicando porqué era peligroso que nos metiéramos a la fuente: "pueden electrocutarse" repetía cada vez que se acercaba el cumpleaños de alguna de las del grupo.
Esa tarde del 31 de diciembre hacía calor, yo llevaba una musculosa verde y un pantalón de tela fina color celeste, recuerdo que mi ropa interior tenía dibujitos de extraterrestres en naves espaciales, me acuerdo porque tenía miedo de que al ser claro el pantalón se traslucieran los dibujos. Vos llevabas una remera verde manzana y jeans. Te vi con tus amigos y me sonreíste, te acercaste y me diste un beso en el cachete. Antes de ese día no eran más que saludos casuales o cruces de miradas, pero ese día hablamos unos minutos y yo después me fui, dejándote de nuevo con tus amigos.
Crucé la calle sin prisa porque no quería alejarme de vos tan rápido, siempre tuviste algo que me atrapaba, como en una telaraña finísima. No quería ni podía dejar de pensar en tus ojos, tu boca, tu sonrisa o esa manera tan gentil y respetuosa con que me tratabas. Prometí ese día que cada 31 de diciembre te recordaría y aún hoy lo hago, cuando termina el año tu recuerdo se viene a mi memoria, como si estuviera grabado a fuego, y con él una avalancha de sentimientos que me arrastra.
Teníamos un lugar de reuniones en la terminal de ómnibus de la ciudad, a tres cuadras de la casa de mis viejos, vos estudiabas en un pueblito cercano para ser profesor y viajabas a las cuatro de la tarde de lunes a viernes para ir a clases. Nos veíamos a las dos, era nuestra cita, nos sentábamos en un cantero con flores y pasto recién cortado, con el sol de invierno acariciando nuestro rostro, o a la sombra de un viejo árbol en los días de calor. Nunca nos faltaron temas de conversación ni se hicieron silencios incómodos, me sentía yo misma cuando estaba con vos, como si hubiese estado perdida y vos me encontrabas, como si el silencio de mi interior pujara por hablar, y éramos capaces de reír hasta que doliera la panza o escucharnos y aconsejarnos, nuestra meta era ver feliz al otro y nunca necesitamos más que vernos a los ojos para hablar. Para ser sincera, cada vez que paso por ese cantero puedo vernos a través del tiempo y conmemorar tantas cosas... a veces pienso en experimentar y esperarte ahí a las dos de la tarde para ver si aparecés, pero creo que prefiero quedarme con la duda a darme cuenta que no vas a llegar nunca.
Recuerdo esa noche cuando yo tenía veinte años y me acompañaste hasta la casa de una amiga de la Universidad, llegamos al edificio y yo toqué el portero para subir, mi amiga arrojó la llave desde el balcón del segundo piso y vos reíste, eran las nueve de la noche en septiembre y hacia donde mirarámos había edificios altos hasta el cielo que no permitian ver más que una pequeña partecita del firmamento si levantábamos la cabeza; te dije que tenía que irme y sonreiste con pesar, me abrazaste y besaste una de mis mejillas con tanta dulzura que pensé que podía derretirme ahí, en medio de la calle, entre tus brazos. Levanté la mirada al cielo, a ese pedacito minúsculo que se veía entre los edificios que pujaban y competían entre sí para ver cuál era el más alto, en ese cachito de cielo oscuro, vi por primera vez en mi vida, en medio de la gran ciudad, una estrella fugaz. Sonreí de felicidad y cerré los ojos, dicen que hay que pedir un deseo cuando vemos una y yo lo hice esa noche, aunque no creo en estrellas fugaces ni en deseos, pero ahí entre tus brazos y con una estrella surcando el cielo, pedí que fueras feliz y que ese segundo durara para siempre. Después te confesé que había visto una estrella fugaz y me abrazaste con más fuerza.
Nunca dudé de que te amaba, el sentimiento me cubría por dentro, cada pedacito de mi ser y fui fiel a ese amor. A tal punto que cuando aquella tarde de julio, te confesé que nunca había besado a nadie en la cocina de mi casa, me miraste con sorpresa y sonreiste mientras te acercabas a mi boca con dulzura. ¿Cómo podría haber besado otra boca si mis labios sólo deseaban los tuyos? No podía ser infiel al amor que abrasaba mi alma.
Hace seis años que no nos hablamos y yo te recuerdo con ternura, con amor. Me duele tanto que ahora tus ojos me miren con desprecio, que prefieras cruzar la calle o directamente seguir otra dirección para no pasar a mi lado. Me duele que te vayas, perderte. Me abstengo de escribirte, hablarte, mirarte, sólo porque ya se me hizo costumbre dormirme a la noche sin llorar y recordarte sin que quemes, sólo porque la herida cicatriza cada día y tengo miedo de abrirla y dejarla sangrar... Cuando te veo siento aún esas cosquillas en la panza y la desazón de un corazón partido, porque fuiste mi herida más profunda, mi primer amor y aún no creo estar lista para dejarte ir.

Cosas Extras =DDonde viven las historias. Descúbrelo ahora