Mi hermana ha aprendido a volar.

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La noche en el centro de Cartagena de Indias era fría. Era un frío otoñal, lo cual era casi imposible porque tenían el mar justo al frente, pero ¿quien cuestionaba a la madre naturaleza?

El ambiente era, más que colorido, bizarro;

las monedas de los mendigos tintineaban y hacían una agradable armonía con los perfectos acentos de la gente que difícilmente hablaba español;

los fantasmas de las brujas decapitadas miraban la calle desde las ventanas victorianas del palacio que les ocasionó su muerte;

una niña pequeña y su hermana de 6 años, que jugaba a ser pájaro y surcar las nebulosas nocturnas del cielo brillante.

—¡Mira, Antonella! ¡soy un pájarito!—decía a altas voces la mayor, mientras afrontaba sin siquiera quererlo las miradas extrañas que los fugitivos de las estrellas le lanzaban.

La menor la observó claramente, entornando los ojos con incredulidad y petulancia ingenua; sus labios estaban a punto de rectificar algo que había memorizado, seguro, en uno de esos libros que aún no aprendía a leer.

—Los humanos no podemos volar.

Ámbar paró su caminata de inmediato y volteó a ver a sus padres, que hablaban alegremente a sus espaldas. No la estaban vigilando, eso era perfecto.

En Cartagena de Indias solía hacer frío en las noches, hasta que una nena de 6 años alzó los brazos hacia al aire y los onduló frente al viento. Entonces, el fresco pareció arremolinarse a su alrededor.

Ámbar se empinó hasta alcanzar las estrellas y empezó a volar.

Cuando Marte iluminó al solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora