¡Resteta a mis petas!

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Vanessa se miró al espejo y espichó su barriga para enfocar su mirada de niña en los pechos que le habían empezado a crecer.

Aún no le había llegado la primera sangre, ni tampoco algún rastro de ella, pero sus tetas estaban floreciendo de manera preciosa... o eso pensaba ella, que con seguridad siempre se repetía lo hermosa que era.

No usaba sostén, nunca, ni aunque lo requiriera, porque su filosofía consistía en que lo que no te deja respirar, debe hacerse a un lado. Al menos, mamá no tenía ni idea de que ella no lo usaba, porque sus pechos aún no se notaban.

Pero un día ella llegó al colegio, normal, como cada día de cruel lluvia, sin sostén e incluso sin colchones.
Los pechos se le entreveían por la camisa semi-transparente escolar, y los niños no dejaban de mirarla. Y no precisamente a los ojos, o a los pies.

"¡Que hermosa pechonalidad tienes, Vane! ¡No tardaría en enterrar mi cabeza allí!" exclamó un cerdo del grado superior, y aunque lo gritó frente a todo el colegio, nadie osó hacer algo.

Vanessa se ofendió, tenía 11 años, y el que un muchacho de poco más de 15 años le gritara a alto pecho que enterraría su cabeza en sus tetas le daba un poco de terror. No pensaba dejarlo pasar, ella era demasiado hermosa como para soportarlo.

Aunque no hablaba bien, y su lengua se trababa, no vaciló para decir una frase que cambiaría su forma de pensar:

"¡Resteta mis petas, imbécilo!".

Cuando Marte iluminó al solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora