PRÓLOGO.

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Era mediodía.

Observaba desde el pequeño balcón el viejo molino polvoriento que aún funcionaba para retener allí algunas cuantas gallinas y una yegua joven. El día estaba sumamente soleado y el calor azotaba fuerte contra el techo de madera que se extendía por toda la casa.

Ya se escuchaban rumores de que algo malo se estaba aproximando; era común oír todas las mañanas mediante los medios de comunicación que algo parecido al fin del mundo estaba a punto de ocurrir. A pesar de que la policía, y todas las instituciones de alto rango, lo negaban, algunas fuentes comunicaban lo contrario.

Ciertos ciudadanos habían tomado sus debidas precauciones, como por ejemplo: unos cuantos se marchaban del estado o, así sin más, se iban del país; otros, habían construido bunkers y ahorrado suficiente comida como para dos años aproximadamente. En cambio, nosotros, los apartados de la ciudad, los que vivíamos del campo, y asimismo, los que no les importábamos a nadie, no habíamos hecho absolutamente nada al respecto porque, si verdaderamente se trataba del fin del mundo, nada de lo que hiciéramos iba ser suficiente para sobrevivir. Muy poca información llegaba al desolado pueblo en el que vivía con mi hija, pero de algo estaba segura: aquello sería más que un simple rumor.

Escuchaba todos los días, por la antigua y dañada radio, varias hipótesis de lo que podía suscitarse; la primera, era que una oleada de zombis atacaría el mundo sin piedad y destrozaría todo a su paso; la segunda, era que vendría algo llamado el arrebato, la misma consistía en que Dios se llevaría a los que creyeron fielmente en él, y a los que no, los dejaría en la tierra la cual, más tarde, se apoderaría de ella una inmensa oscuridad y el fuego destruiría todo; y la tercera, era que habría una tercera guerra mundial.

Aunque se paseaban muchas más hipótesis, estas eran las principales, pues, eran las más creíbles para ese entonces.

Esa misma tarde, en el mismo instante en que meditaba al respecto, al cuarto día del mes de febrero, se oyó un gran estruendo en medio del silencio que generalmente tenía el pequeño pueblo donde residía, aunque no sabía exactamente qué era lo que estaba originando tanto desastre, nada podía oírse más ruidosos que eso. Las voces de las personas del vecindario se unieron junto con el irritante sonido que producía algo cercano, sin dudarlo ni por un segundo, salí, y justo al abrir la puerta de madera —desgastada por las termitas—, me encontré con un tanque militar transitando por la angosta calle; un hombre se asomaba por encima de éste y comunicaba algo mediante un parlante, pero tanto era el ruido de la máquina que no se oía con claridad.

Presté atención a sus labios, para ver si podía reconocer o adivinar algo de lo que estaba diciendo, tenía miedo, y él, incluso con todo su armamento, también podía vérsele en los ojos un brillo de angustia. Sí, los rumores se habían hecho realidad, pero ¿Cuál de tantas hipótesis era la cierta? Absolutamente nadie lo sabía.

Un misil fue directo al tanque, destruyéndolo por completo, la presión del mismo me lanzó dentro de la casa, cayendo duramente en el suelo rechinante de madera, estaba sorda y abrumada por todo lo que acababa de ocurrir. Sólo podía pensar en mi hija, en lo asustada que podría estar, ella, era lo único que me quedaba. Ella había decidido ir a clases aún cuando le supliqué que no fuera, pero su voz decidida diciéndome «mamá, aunque el mundo se caiga a pedazos, iré» me terminó convenciendo.

Toqué con la punta de mis dedos el líquido caliente que corría por mis orejas, miré instintivamente mis dedos y encontré sangre; los oídos me habían estallado del impacto. Lo único que podía escuchar era un agudo sonido que me aturdía cada vez más, uno más fuerte que el que anteriormente estaba produciendo el tanque de guerra.

Me levanté con poca fuerza del suelo, intentando mantenerme de pie, asimismo, caminé hasta la ventana y miré por la misma: todo estaba encendido por el fuego que quemaba, a paso rápido, el pasto y la siembra de maíz, incluyendo el antiguo molino que ahora ardía en llamas con todas sus gallinas y la yegua dentro.

Ahí, en ese mismo instante, supe que todo iba dejar de ser como antes.

Sin darme cuenta aún, unos hombres armados entraron a mi casa, todos, sin excepción, tenían una especie de casco que no permitía visualizar sus rostros y los protegía de los gases inflamables. Eran hombres muy altos, podía jurar que rozaban el techo. Creí que me salvarían la vida..., pero hicieron todo lo contrario.

Recuperé la audición lentamente, y en el instante, las hélices de unos helicópteros se oyeron muy fuerte, el aire comenzó a entrar bruscamente por las ventanas y los hombres me llevaron afuera de la casa mientras golpeaban mi cabeza con sus armas, querían que no los mirara a la cara por alguna extraña razón, simplemente me ordenaban que bajara la cabeza y dirigiera mi vista hacia el suelo, pero eso era imposible después de ver a algunas de las personas del vecindario muertas y rostizadas en su totalidad, y otra parte, la que se había salvado, al igual que yo, se encontraban aturdidos por todo lo que había pasado mientras se miraban con confusión preguntándose si aquello estaba pasando en realidad. Uno a uno los colocaron en fila y los sujetaron con cadenas por el cuello como si de esclavos se tratara.

Visualicé la situación, y cuando estuve lista para escapar, huí y corrí lo más fuerte que mis piernas me permitieron. Estaba buscando a mi hija; se suponía que estaría regresando del colegio, pero no la veía por ninguna parte, sólo había escombros, personas muertas, un espeso humo negro que cubría la calle y más soldados, sí, eso era eso lo único que predominaba en el sitio. Estaba desesperada. La angustia de una madre es agobiante y era justo por lo que estaba pasando. Temía grandemente no poder proteger a mi hija.

De pronto, todo pasó tan rápido que no me dejaron si quiera pestañear; uno de los hombres soldados me alcanzó y colocó una cadena en mi cuello, así como los demás. Traté de soltarme pero, obviamente, la cadena metálica no me lo permitió, más bien, me estaba ahorcando.

—Si sigues resistiéndote, te dolerá más —me dijo.

Su voz sonó fría y ronca.

Acepté que no había escape, me di por vencida y dejé que me llevaran al helicóptero donde estaban subiendo al resto de las personas, en aquella área plana del pueblo. Quién sabe a qué parte nos llevarían. Ellos parecían saber lo que hacían, pero yo aún no comprendía el porqué de todo lo que ahora estaba ocurriendo.

Cuando acabamos de estar dentro del helicóptero, asustados y amordazados, en un pequeño plasma se proyectó la imagen de un hombre hablando:

La paz, todo el mundo quiere paz, pero no la obtendremos si por nuestra sangre corre como agua pura la maldad. Por lo tanto, el proyecto "DHYAC", obviamente dirigido por mí, ha iniciado. No tienen porqué esconderse, tampoco huir; los encontraremos, iremos por cada uno de ustedes; aquellos que no prefirieron la paz sino la guerra, aquellos que prefirieron experimentar la lluvia de sangre, todo aquel ser que pensó mal contra su prójimo y todos aquellos que desearon ver morir a alguien, hoy, les he concedido su sueño, y ahora, sin más nada que agregar, sufrirán por el mismo mal que tienen dentro; verán sufrir al resto, pero también lo harán ustedes, por cuanto alguien más deseo verte muerto. El país aliado dejará de existir para convertirse en lo que yo he decidido llamar Ciudad de Acero. Cambio y fuera".

Tragué grueso.

El Helicóptero comenzó a elevarse y me di cuenta que todo había acabado. Miré por la pequeña ventana con nostalgia y vi a lo lejos la ciudad que estaba siendo bombardeada.

Un helicóptero, que ya había despegado, fue derribado por un misil, su hélice estalló y, asimismo, todo el aparato.

Aviones de guerra pasaron por encima de nosotros y se oyó un fuerte estruendo producido por los mismos aparatos que pasaban a una gran velocidad. 

No había escape; la única salida era la muerte.

ÉLITE | Ciudad de Acero ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora